Los vecinos
nos han regalado frambuesas de verdad sin cruces de extraños sabores.
Son pequeñitas irregulares, dulces, ruborosas, perfuman el pensamiento. Placer
de dioses olvidado.
M et Mme. de
Valois, así se llaman, suman entre los dos ciento setenta y cinco años.
Comparten vida, tierra, casa y hogar desde 1940 aquí mismo a la izquierda del jardín.
Tuvieron infinidad
de hijos, muchos nietos, biznietos. Como en los cuentos, y otra vez están
solos los novios.
Ella llama a su
caballero Val y él la sigue mirando a los ojos. Parece a simple
vista que son viejos amantes que se gustan.
No me extrañaría
que a la luz de las velas se dieran apasionados besos y se juraran una vez más amor
eterno.
Él es un hombre
fuerte, de semblante normando antiguo, de espalda ancha, no muy alto.
Silencioso.
Ella es menuda,
coqueta, de manos finas y óvalo gótico. Siempre lleva sombrero.
Entre los dos han
creado la huerta más bonita imaginable en medio del jardín. A capricho, donde
todo es lo que parece ser. Hasta los tomates, qué alivio, crecen irregulares. En estos tiempos donde se vende la respiración, Monsieur de Valois
no vende nada, todo lo da. Lo regala. Dice que para eso siembra. Madame de
Valois hace mermelada de rubarbo con moras, o de calabaza con fresas, según su
inspiración. Nos solemos ver a principios de Primavera, hasta Noviembre. Ella no sale casi nunca y yo me enclaustro casi siempre. Pero en
Octubre, después del veranillo de los indios, recogiendo hojas antes del
anochecer nos solemos saludar como corresponde al modo y manera quebecuá,
mezcla corsaria de desconfianza Mohawk y seda con terciopelo de Versalles.
Aimez-vous
les framboises, Madame B?
Énormément,
Madame de Valois!
De sonrisa en
reverencia nos enfrascamos en cuentos de recetas y elixires otoñales, casi
susurrados, por si acaso el viento se llevara con las hojas caramelizados
secretos. Luego, después de un largo rato entrando el frescor de la tarde nos
despedimos con la misma ceremonia rastrillo en mano sin haber recogido una
sola hoja.
Ese sería el ritual
de otoño que éste año ha empezado antes con el regalo inesperado de las
frambuesas. Y cualquier día, pronto, les dejaremos al pie del árbol que acaban
de plantar, una botella del mejor néctar del Maipo.
Mme. de Valois se
maquilla poco apenas un rouge. Viste sobriamente. Probablemente ha cumplido a
rajatabla con los cánones sociales que imponen cómo y cuándo una mujer
debe ir mutando poco a poco en señora.
Pero eso es lo que
se ve o lo que se enseña. El otro aspecto, el íntimo, el que importa,
casi siempre se lleva oculto. Desde la cuna.
Mirando a mi vecina
pienso en su transformación. En ella empezó por el pelo. Adios cabellera le dijo un día a su hermosa trenza. Escalofriante amputación.
Mi vecina se fue bajando poco a poco de los tacones, se enfundó en
pulcros trajes de chaqueta, dejó de mirar a los que la miraban y empezó a mirarse únicamente hacia dentro. Hasta que dejó de verse en los ojos de los demás. Pero no le
importa porque Val, el amor de sus amores. sigue sembrando y
cosechando frutos en ella.
La vida larga de
Mme de Valois habrá discurrido dentro de un orden casi perfecto sin mayores
sobresaltos. Protegida por la rutina familiar y social, satisfecha dentro de la
costumbre no alterada de seguir estando donde se ha nacido sin haber puesto en
duda hábitos, creencias, tradiciones.
No habrá necesitado defender casa y
hacienda. Ni se habrá sentido ajena a su paisaje ancestral. No sabrá lo que es
arrancarse de raíz de las propias raíces. O que te arranquen. Ni sospechará la
atracción del vértigo, ni la temeridad de atreverse a tocar fondo sin saber
donde exactamente se sitúa el punto de apoyo en el abismo y desde su
insondable oscuridad, tomar impulso y subir y volver a respirar y encontrar en
la vulnerabilidad transparente, el sentido de algún por qué misterioso.
Quién sabe si por
todo lo no vivido, no sabido, no dudado, no reído o no llorado Mme. de Valois
es una mujer feliz. Quizá haya preferido quedarse a la sombra de una bella
apariencia, pienso mientras la miro en medio de rubarbos, grosellas, calabacines, frutos de la pasión. Después de mucho cavilar
lo único que tengo claro es la incógnita que nos envuelve.
Hoy quiero
asomarme furtivamente el tiempo de una semifusa a su huerta escondida.
A lo mejor labró caprichosamente su
bucólica existencia, o por el contrario atesoró viejas heridas debajo de la
armadura, cicatrizadas unas sangrantes todavía otras, testigos de que existimos en perdurable intento.
No podrá suponer
Madame de Valois que todo lo escrito hasta el punto final me lo ha
regalado ella con sus frambuesas, con sus brócolis, con su gesto amistoso pero
distante al más puro estilo Nouvelle France.
He entrado en casa
ya tarde a escuchar música y escribir.
La música siempre se
apropia del alma y equilibra la respiración. Mi respiración. Las palabras.
Palabras que se escapan siendo más conjuro que poesía, más misterio que estrofa, más
victoria que lamento, más cábala que oración. Palabras que encuentran su rima
en el sentimiento subyacente sin resolver o resuelto a jirones en este otro
norte repartido; el de las cien razas humanas diferentes
que habitamos, sin permiso aborigen, territorio mohawk, hurón, quebecuá.
Así me ha dejado divagando un saludo con sabor a frambuesa que recuerda no sé por qué las endrinas, el muérdago. La niebla.
Poco se
imaginarán la vecina de al lado la fuerza expansiva del sabor de la frambuesa.
Mientras tanto ella, a sus ochenta y
tantos, seguro que ronronea provocante en brazos de su normando.
Contagiosa Madame de Valois.