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| Klimt |
Esta mañana nublada de Montreal es de azul cobalto.
La memoria parpadea entre dos polos distintos.
Recuerdo que una vez en Chile anduve de fiesta en funeral de encantamiento en atraganto durante meses. Hasta que al fin llegó un día sereno off, off, off Santiago. Mucho más al sur en Las Nieves donde anduve por caminos secretos que conducen a los Andes.
Abajo el asfalto a lo largo y ancho de su kilométrica tumba amordaza la canción del viento.
Las Nieves conservaba aún el recuerdo de un hombre no afectado por el medrar febril.
Él me llevó a la acequia de su infancia, de sus lares. Juntos escuchamos el concierto de los grillos y me besó en los párpados a la sombra del castaño que había plantado siendo niño junto a su padre. Quedará en mí para siempre la transparencia de aquellas horas aquella plenitud prolongada; su aroma. Amaneciendo, pañuelo en alto revoloteando a la luz del alba, el hombre de trigo me invitó a bailar una cueca descalzos sobre la hierba.
Luego poco a poco nos fuimos hundiendo entre flores y espigas.
Al volver de noche a Santiago vi que en medio del tráfico estaba un niño de apenas ocho años cronológicos con mirada de muerte milenaria, iba cubierto de harapos pidiendo algo con la mano extendida algo, unos pesos, lo que fuera para comprar Neopreno y olvidar de una vez este cochino mundo, tal vez para comer, para aturdirse hasta morir. Por qué no. Por qué no.
Recuerdo todavía hoy, muchos años más tarde, la naúsea, el color del smog, la viscosidad del aire, mi impotencia, la vergüenza en estado puro, inútil , sin fin de aquel niño. De tantos otros ojos de miseria cósmica, descarnada como la lepra, condenada a reciclarse, sórdida, obscena, despiadada. Sin salida.
Anoche tuve un sueño sin cortes editado de principio a fin. He soñado con su llanto. Amanezco jadeante. El jadeo me despierta entre lágrimas. No puedo seguir.
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