La noche y yo hemos amanecido a destiempo como si nos hubiésemos caído de la cama soñando todavía. Así ha transcurrido la mañana y el día entre sol y sombra. La penumbra que me cobija desplaza cierta ambigüedad confusa y aquí estoy frente a la página a punto de contar intimidades que tal vez sólo sean verdades a medias o fabulaciones atrevidas. No lo sé. Vienen de lejos de otras bocas, otras memorias tan maleables como la mía como lo es cualquier momento pasado. Me invade una plácida vaguedad cuando empiezo a escribir. Suena el teléfono arriba pero no tengo ganas de hablar. Marcel, como si me adivinase el pensamiento dice, es para ti, quiere hablar contigo.
Si, si, que sí, dile que ahora contesto. No me van a dejar escribir en paz... pelmas.
Al otro lado de la línea un hombre de voz profunda dice :
¿No me reconoces Emma?
Creo que se equivoca de número.
¿Estás segura de que no sabes quién soy?
No sé de qué me habla.
Prefieres entonces que hable con Marcel ?
Si no se identifica, cuelgo.
Ni se te ocurra.
Cuelgo y empiezo a sofocarme.
Vuelve a llamar. Atolondrada tomo el teléfono
¿Es para ti o para mi? pregunta Marcel.
Para mi.
Claro que recuerdo esa voz, cómo olvidarla. Han pasado treinta años.
Nos encontramos en Perthshire un día a principios de Noviembre. Confieso que desde entonces por unas u otras circunstancias su recuerdo me ha perseguido, mitad delirio mitad culpa. Querría olvidar. Todo empezó una noche entre amigos en el Pub Jekyll and Hyde.
Era nuestro punto de reunión preferido. Había un piano de teclas gastadas por el tiempo y por las manos virtuosas de quienes siempre regalaban música. Exquisita música. Solíamos bailar, beber, celebrar. Cerca de nosotros estaba un hombre solo en una mesa para dos, fumando.
Nos miró y le miramos, sonrió y le sonreímos. Nos saludó con un gesto de cabeza y le invitamos a nuestra mesa. Llevaba jersey de cuello alto negro y bufanda escocesa. Le brillaban algunas canas en el pelo ni largo ni corto peinado con elaborado descuido. Declinó unirse al grupo en cambio manifestó interés en hablar conmigo. Pidió tan persuasivamente que le acompañara un momento que acepté atraída por su voz profunda. Por sus modales. Tenía manos bonitas, la sonrisa.
Dijo llamarse Thomas.
Thomas sonreía. Sonreía como si hubiese conseguido un trofeo siempre deseado.
Qué quieres de mí, pregunté.
Qué quieras dar, contestó y debajo de la mesa sujetó mis piernas entre las suyas.
Bailas conmigo. De qué tienes miedo. No tengas miedo. Ven. Déjate llevar.
Me abrazó como nunca nadie me había abrazado. Nos dejamos llevar por la música.
No resistí más y me dejé ir. Fascinada.
Emma vida mía, vida mía, susurraba quemándome el pecho.
En la penumbra del bar abrazados al bailar dejé de resistir. Con él. Para él por primera vez en la vida mientras un vals regalo del pianista flotaba en las tinieblas de la culpa incrustada.
Una niebla densa impenetrable se desplazaba ocultando presencias borrando rastros. Cómplice. Invasora.
He llegado al final de la página y de las palabras hoy, 2 de Diciembre de 2015.
Descuelgo el teléfono para que nadie llame esta noche.
Todo está dicho.
Casi todo.
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