viernes, 21 de septiembre de 2018

Emma en la penumbra






La noche y yo hemos amanecido a destiempo como si nos hubiésemos caído de la cama soñando todavía. Así ha transcurrido la mañana y el día entre sol y sombra. La penumbra que me cobija desplaza cierta ambigüedad confusa y aquí estoy frente a la página a punto de contar intimidades que tal vez sólo sean verdades a medias o fabulaciones atrevidas. No lo sé. Vienen de lejos de otras bocas, otras memorias tan maleables como la mía como lo es cualquier momento pasado. Me invade una plácida vaguedad cuando empiezo a escribir. Suena el teléfono arriba pero no tengo ganas de hablar. Marcel, como si me adivinase el pensamiento dice, es para ti, quiere hablar contigo.
Si, si, que sí,  dile que ahora contesto. No me van a dejar escribir en paz... pelmas.

¡Hola! ¿ quién es?
Al otro lado de la línea un hombre de voz profunda dice :
¿No me reconoces Emma?
Creo que se equivoca de número.
¿Estás segura de que no sabes quién soy?
No sé de qué me habla.
Prefieres entonces que hable con Marcel ?
Si no se identifica, cuelgo.
Ni se te ocurra.
Cuelgo y empiezo a sofocarme.
Vuelve a llamar. Atolondrada tomo el teléfono
¿Es para ti o para mi? pregunta Marcel.
Para mi.

Más que respirar trago aire a bocanadas. Me encierro en el escritorio so pretexto de una grabación.
Claro que recuerdo esa voz, cómo olvidarla. Han pasado treinta años.
Nos encontramos en Perthshire un día a principios de Noviembre. Confieso que desde entonces por  unas u otras circunstancias su recuerdo me ha perseguido, mitad delirio mitad culpa. Querría olvidar.   Todo empezó una noche entre amigos en el Pub Jekyll and Hyde.
Era nuestro punto de reunión preferido. Había un piano de teclas gastadas por el tiempo y por las manos virtuosas de quienes siempre regalaban música. Exquisita música. Solíamos bailar, beber, celebrar. Cerca de nosotros estaba un hombre solo en una mesa para dos, fumando.
Nos miró y le miramos, sonrió y le sonreímos. Nos saludó con un gesto de cabeza y le invitamos a nuestra mesa. Llevaba jersey de cuello alto negro y bufanda escocesa. Le brillaban algunas canas en el pelo ni largo ni corto peinado con elaborado descuido. Declinó unirse al grupo en cambio manifestó interés en hablar conmigo. Pidió tan persuasivamente que le acompañara un momento que acepté atraída por su voz profunda. Por sus modales. Tenía manos bonitas,  la sonrisa.
Dijo llamarse Thomas. 

Asi que Jekyll and Hyde... 
Si eso es...
Pausa. 
Cómo te llamas.
Pausa larga.
Emma, me llamo Emma.
Pausa
Madame de Bovary...
No. Simplemente Emma.

Mis amigos se habían ido, sólo quedaban Moira y Peter. Era tarde pero vivíamos todos cerca unos de otros en el  antiquísimo villorrio. No habia carretera. Unicamente rústicos caminos plagados de matorrales floridos y enredaderas que trepaban por el bosque de robles centenarios. Circulábamos de  preferencia en bicicleta.  O andando. 
Caminos por los que pasaba  también la vieja carroza mortuoria de cristal con farolillos de carburo, tirada por caballos negros enjaezados. El cochero vestido de luto riguroso usaba sombrero de copa, guantes de cabritilla y abrigo con esclavina para llevar al difunto hasta su última morada. Calculábamos que tendría por lo menos cien años. Era John Clobuchard un hombre austero curtido por el tiempo y perdurable como el musgo espeso de los bosques. Acostumbraba a cabalgar por los caminos a horas tardías. Cruzarse con el funerario caballero a media noche decían que traía mala suerte. Muy mala suerte.     
Hubiese sido mejor regresar a casa con los amigos pensé de repente a destiempo. 
Me dio vergüenza  dar  marcha atrás. Cuando quise darme cuenta había tomado varias copas de Carolans.
Cuídate, dijo Peter y salieron. Temblaba por dentro. Tuve ganas de correr tras ellos. O quizá no.  Quizá no me atreví  a escapar del  cul-de-sac en que me estaba metiendo, llena de ansiedad el alma. Mi alma 
desafío hacia dentro.
Thomas sonreía. Sonreía como si hubiese conseguido un trofeo siempre deseado. 
A la luz de la vela casi consumida  aquella sonrisa dominaba el tiempo y el espacio.
Qué quieres de mí,  pregunté.
Qué quieras dar, contestó y debajo de la mesa sujetó mis piernas entre las suyas.
Bailas conmigo. De qué tienes miedo. No tengas miedo. Ven. Déjate llevar. 
Me abrazó como nunca nadie me había abrazado. Nos dejamos llevar por la música. 
No resistí más y me dejé ir.  Fascinada.
Emma vida mía, vida mía, susurraba quemándome el pecho.
Muere conmigo, dijo Thomas, muere conmigo.
En la penumbra del bar abrazados al bailar dejé de resistir. Con él. Para él por primera vez en la vida mientras un vals regalo del pianista  flotaba en las tinieblas de la culpa incrustada.
Solo la respiración  separaba mi rostro de su abrazo y la cercanía de las bocas. No recuerdo más. 


Tumbada sobre la hierba húmeda del amanecer me despertó un aroma penetrante. Corrí desorientada con la blusa abierta debajo del abrigo, entre árboles y matorrales,  casi a ciegas, tropezando,  como quien huye de una pesadilla. Como quien huye  de alguien o de algo, de un peligro inminente. Corrí a casa sin parar, sin mirar atrás. Igual que  una sonámbula. Qué habría pasado. Dónde estaba Thomas. Quizá no fuera su nombre verdadero. 
Una niebla densa impenetrable se desplazaba ocultando presencias borrando rastros. Cómplice. Invasora.

He llegado al final de la página y de las palabras hoy, 2 de Diciembre de 2015.
Descuelgo el teléfono para que nadie llame esta noche.
Todo está dicho.


Casi todo.
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sábado, 1 de septiembre de 2018








NOTAS SUBVERSIVAS PARA UN TANGO APASIONADO.

 

Sintió mucho frío de repente. Se levantó, paseó por la casa, miró por la ventana y se quedó extasiada contemplando el cielo blanco que presagiaba tormenta de nieve. 
Luego volvió al escritorio, al teclado. Si lo dejaba para más tarde para otro momento, las palabras podrían quedar prisioneras, silenciadas, enredadas en la madeja del tiempo y se convertirían en cabos sueltos perdidos buscando el final del laberinto. 
Miró atrás buscando el porqué del escalofrío súbito en la espalda, la razón de algo impreciso. No había nadie. Envuelta en suave jersey de lana de Arán, siguió escribiendo. Tiempo era la última palabra antes del sobresalto. Tiempo. No volver nunca atrás. No arrepentirse de nada
. Quizá únicamente del tiempo perdido. Lo demás no. Sólo el tiempo que había dilapidado regalándolo a destajo relegando la propia vida. Qué necia. Lo demás no importaba. Lo demás no. Nada de lo demás. Sólo el tiempo. Sólo el tiempo irrecuperable. Todos dormían plácidamente. 

Se acercó agitada hasta el quicio de la puerta abierta de su despacho. Hubiera jurado que unos pasos se acercaban otra vez despaciopero no había nadie. Seguramente sería el ritmo sobresaltado de su pensamiento. La zozobra. El frío más allá del frío que cala el tuétano. Un atraganto lacerante. Tres Colores de Zbigniew Preisner llenaría la oscuridad que precede el amanecer. Música. Sosegada regresaba al susurro de las mareas y soñaba con una ola verde de cristal que la arrebataba en su cresta transparente. Tan enorme era que llegaba al cielo. Allí se detenía un instante apacible y rompía en cascada blanca como si fuese un velo de novia. Descalza sobre las teclas de un piano de cola que coronaba la ola detenida, bailaba la doncella. Su cabellera de miosotis azules flotaba al amanecer. Otras veces aparecía la pesadilla, siempre la misma desde niña, cuando una ola gigantesca y oscura nacida de lo más profundo del Cantábrico amenazaba con devorarla mientras jugaba con el agua que baña las peñas de Errandosolo. Ella se tapaba los ojos para no ver. No morir. Agotada de tanto luchar haciendo un esfuerzo supremo al fin se dio la vuelta. No sabría decir si fue un gesto instintivo o para entregarse a la fatalidad de la ola. Al mirarla se desvaneció en el abismo infinito. 


Preisner seguía con ella y ella con él.   

La nieve iluminaba el alba. Se dejó llevar por las notas subversivas de aquel tango apasionado. 

 

“ tête à tête “ con Nelson Villagra Garrido para La Revista CineCubano

Nelson Villagra Garrido  ( El Conde ) en  La Última Cena,  de Tomás Gutiérrez-Alea Tomás Gutiérrez-Alea  Nelson Villagra Garrido es chillane...