En Febrero de 2007 conté y borré después lo que hoy vuelvo a escribir para que permanezca y deje de ser tema fastidioso.
Conocí una vez un poeta cuyo nombre no interesa. No importa. A mí no me importa. Vivíamos relativamente cerca él con su familia yo con la mía. A veces su hija venía a jugar con mis hijos. Fueron relaciones casuales nunca de amistad. Una tarde cuando volvía a casa paseando, entré en una cafetería a comprar pasteles y allí estaba el personaje de este sobresalto.
Le saludé y me quedé el tiempo de una conversación fortuita. Hablamos de su ascendencia vasca, del syrop d´erable, de la nieve. Cuando nos volvimos a encontrar, años después, le vi empuñando un cuchillo carnicero amenazando a los invitados de un importante evento multicultural importante en Montreal. Vociferaba diciendo que iba a correr la sangre. Quería matar a otro amigo allí presente. Alguien que aseguraba había burlado su poesía, afrenta imperdonable. Juraba ajusticiar al agresor. Así empezó el gran desmadre en el salón rebosante de gente.
Serían aproximadamente las once de la noche a finales de verano. La Exposición de pintura que presentamos había sido un éxito. Estaban los infaltables del mundo teatral y literario de Montreal. Había mucha gente celebrando. Frente a mí sentado y tranquilo el poeta fumaba. Recuerdo su sonrisa permanente y sosegada antes del rifirrafe. Guárdame la silla por favor, dijo de repente, vuelvo enseguida y se fue.
Minutos más tarde le vi salir del baño e ir detrás del mostrador de la pequeña cafetería. Decir que intuí algo raro, que sospeché, sería a hechos consumados fabular. No, no me dio tiempo de pensar cuando pasó lo que pasó a la velocidad de la luz.
El poeta del que hablo era un gran intelectual, aseguraban, reconocido por sus pares, mimado, aplaudido, celebrado dentro y fuera de su país. Recuerdo haber editado un libro suyo que tuvo mucho éxito. No parecía a simple vista ser una persona agresiva. Al contrario. Conmigo había sido siempre un caballero de exquisitos modales.
Por eso me sorprendió tanto cuando blandiendo el cuchillo lo apretó contra la garganta de su enemigo acérrimo que estaba sentado cerca y le inmovilizó.
Juró muchas veces que al menor movimiento le segaría el cuello.
El otro, con ojos desorbitados, sin resuello respiraba apenas. Estaba paralizado.
A punta de degüello empezó una noche que pudo terminar en tragedia.
La gente, a la desbandada, se atropellaba para salir de la sala.
Nadie llamó a la policia. Recuerdo los gritos, el pánico, el rostro apenas alterado del poeta sujetando la hoja del cuchillo contra la yugular palpitante de la víctima.
Te voy a matar, huevón inculto, te voy a matar, aullaba.
Está borracho decían algunos mientras corrían como alma que lleva el diablo.
Loco. Miserable de mierda, gritaba la madre del huevón inculto, es decir de su hijos, a punto de pasmo los dos. Ella, que presumía de ser la quintaesencia de una rancia e inventada aristocracia. Pero yo que estuve sentada al lado del poeta sonriente tomando un café minutos antes del gran rifirrafe, aseguro que de borracho no tenía nada. Si fue ataque de locura o no, quién sabe. En ese momento entre el cuchillo y la garganta de la víctima sólo cabía un último suspiro o quizá el instante de compasión de su verdugo. Al cabo de algunos minutos parecidos a la eternidad, los amigos sujetaron las manos armadas del poeta empujándolashacia fuera para que el burlador pudiera escapar. Eso hizo. Pálido como un cadáver salió de estampida. El poeta cuchillo carnicero en mano corrió a la puerta persiguiendo al que escapaba. Después empuñó el cuchillo contra los pasmados que habíamos quedado dentro de la sala a merced de su arrebato, sin tiempo de huir. A pesar del calor tropical en Montreal aquella noche tiritaba de frío como si la sangre me hubiese abandonado el cuerpo. Cada vez que trataba de zafarme de la situación sentía el cuchillo en el pecho. Pasaron lentas, terribles las horas, minuto a minuto. Horas imperdonables.
El salón semi vacío se había convertido en confesionario público histriónico. Ridículo escenario de la nada. Avalanche de gestos fallidos. Los que hablaban no callaban nunca. Qué asfixiante encerrona. Qué situación disparatada.
El poeta, armado hasta los dientes, con dos cuchillos a esas horas de la noche, aseguraba que saldaría la deuda de honor contra su poesía burlada.
Dijo haber esperado meses con paciencia infinita el momento de la venganza, el momento de recibir los honores que según él merecía del imbécil ignorante.
Aullaba.
Así fueron transcurriendo los minutos, los segundos uno tras otro, las horas interminables, hasta que amaneciendo en un ataque de magnanimidad, o quién sabe de qué, el poeta insigne dejó los cuchillos como quién deja un ramo de rosas, sobre la pequeña mesa donde me había tenido amenazada y del salón apostrofando a modo de epílogo: ¡Ustedes no han comprendido nada!
Tras él corrieron sus amigos-rehenes semi-pecadores, semi-sombras del esperpento y juntos hombro con hombro desaparecieron en la madrugada.
Recuerdo la sensación de bienestar que sentí aal perderles de vista a todos, de llegar a mi casa, a mis hijos, a mi almohada. Y descansar, dormir. Dormir. Dormir.
Nunca más volví a ver al poeta. Tenía ojos de angustia más allá de la mirada y un bigote de morsa triste.
Han pasado varios años desde el inesperado percance.
No olvido el tiempo que me robó, ni el brillo del cuchillo contra mi corazón.