lunes, 27 de marzo de 2023

A Miren Aguirre Lambarri





A Miren Aguirre Lambarri

 

 

Comienza el ritual de la cuenta atrás en el tiempo de otro año. 

Habilidad y torpeza simultáneas. 
Reflexiones, recuerdos, instantes, equinoccio de segundos y horas en que el amor y la nada disfrazada se reparten por partes iguales el supremo esfuerzo. 
El tiempo, personaje resbaladizo y ambiguo, nunca se sabe si va o si vuelve, si habla o si calla, si es espejismo o existencia.

Así, coqueteando con los recuerdos, desfilan en la pasarela de la memoria, desorden perfecto y flotante, rostros, momentos, quimeras, amores, penas, sonrisas, dulce llanto de recién nacido, guerra, olas, temblores, sueños. Nuevas vidas y nunca esperadas muertes. La muerte siempre se las arregla para llegar de sopetón y en un pispás nos deja a merced de lo inconmensurable.

Este año por ejemplo se me ha muerto la madre. No es que se haya muerto, no. Se me ha muerto definitivamente. Se me ha muerto  doce horas después de un hasta pronto,  en su preciosa casa,  jardín colgante sobre el Cantábrico que amaba.

Nos despedimos con  intención de reencontrarnos una semana más tarde. 

Ella diciendo que no nos volveríamos a ver, yo evitando mirarla. 
Ella muriendo de soledad, de silencios.  
Mi padre había muerto. 
Si te vas, no quiero vivir más, tu verás lo que haces
, fué su despedida. 
Lo cumplió.
Por esos caprichos premonitorios del destino
 quizá, me fui no pudiendo quedarme. 

Ella tratando de recuperar el tiempo perdido en nuestras vidas, yo esquivando la memoria. 
Ella llena de frío. Un frío intenso, sin guarida. 
Yo con una pena candente escondida. 
Ella aferrada a mis manos, reteniéndome. 
Yo con un desgarro incurable no aceptando el presagio.

Era casi de noche un plácido día de junio. Faltaban apenas dos semanas para su 89 cumpleaños. Ochenta y nueve años extraordinarios. Dos guerras en su haber. 

Muchas novelas vividas, nunca escritas. Algunas imposible imaginar.

Era mi madre una vasca insobornable. Íntegra, valiente, muy leal,  temerariamente sincera, de pocas palabras y contadas sonrisas. Sus ojos profundamente negros lucían una mirada impenetrable, algunas veces tremenda; de naricilla fina, muy bonita, un poco respingona, rostro ovalado y  pelo muy oscuro ondulado. Era alta. Dicen que su belleza hacía estragos. Mi padre se enamoró de ella sin remedio y ella de él. Se quisieron  hasta el último suspiro.
Fácil creer a quienes contaban de su hermosura. 

Al final recuperó la misma belleza  serena y profunda como si hubiera regresado a sus años mozos.

 

Pasé mi infancia y adolescencia en un internado irlandés en Zalla, otro en Las Esclavas del Sagrado Corazón de Salamanca,  en Madrid. 

Nos conocimos apenas ella y yo. Rara vez coincidíamos. Once años de internado, Londres, los viajes, la vida. Siempre la distancia sideral entre una y otra. Empezamos la batalla temprano, desde que nací. Y fuimos enemigas hasta hace poco tiempo. No recuerdo su ternura, ni sus caricias, ni su comprensión. Entre ella y yo no hubo complicidade ni cordón umbilical comunicante.  Aprendí con los años a respetarla y admirarla no como madre mía, sino como persona.

Aprendí a no bajar el florete con ella. Sus estocadas contra mi corazón siempre fueron certeras.

 

Pero no es ésta la hora de las pendencias. Al contrario. Cuando falta poco para doce melancólicas campanadas que marcarán minutos sin vuelta,  me basta saber que estuve con ella cuando ella quiso estar conmigo.  Casi al final. Con el alma tranquila. Al final. 

 

Mientras el tiempo sigue robando  horas  prefiero pensar en esa mujer que se me murió sin permiso,  misteriosa, lapidaria, elegante. Inaccesible. No quise asistir al funeral. No quise verla muerta. Había vivido y llorado varias muertes de mi madre. No pude con la última. A veces vuelve a la memoria ella  para darme, como en sus últimos dias, desarmantes besos en las manos. Desconocidos por mí hasta entonces, queriendo romper seguramente un  doloroso cul-de-sac. 

 

Déjame mujer blindada que te hable sólo un momento en primera persona. 

 

Recibe con mucha ternura esta carta imposible.  

Las palabras hieren y se atropellan al escribirlas. Péndulos que oscilan entre luces y sombras recuerdos  y voluntarios olvidos sin lograr plasmar hasta el fondo lo que se siente.

 

Pienso en ti, Miren Aguirre, cálida en tus afectos salvo conmigo,  perseverante en tus principios, consecuente en tus creencias, verdadera en la amistad, generosa sin límites. Espléndida. Llevaste a la tumba soledades cósmicas,  lacerantes silencios. 

 

 

¿Recuerdas el final de El Nombre de la Rosa? Te lo dedico. 





“… me hundiré en el tenebro divino, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese abismo mi espíritu mismo se perderá y todas la diferencias serán olvidadas y quedará el simple fundamento y caeré en la divinidad silenciosa e inhabitada… dejo este escrito no sé porqué no sé para quién, sólo sé que aquella rosa desnuda es el nombre de la rosa”.   Umberto Eco

 

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