|
Montreal en verano se convierte en vereda tropical de calor obsceno.
Al salir del ensayo me he sentado a descansar en el primer bistró
que he encontrado rue St. Denis.
Estaba agotada, muy incómoda .
En realidad no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido hacía precisamente un año día por día. Un recuerdo persecutorio que perdura en la memoria.
Empapada de sudor y de sangre, semidesnuda encontramos Jean y yo a nuestra
amiga Keera aquel día esplendoroso de verano en el suelo de su casa con
una daga de plata y empuñadura de marfil clavada en el corazón.
A sus pies y entre sus manos gasa blanca a borbotones.
A sus pies y entre sus manos gasa blanca a borbotones.
Encima
del velador de la habitación había un sobre lacrado con sus iniciales y una fotografía. También la boquilla negra de coral.
Nada
más.
Se llamaba Keera Monahan-Curran, había nacido en Donegal, Irlanda, de profesión, antropóloga.
Era inteligente y encantadora. Su única fatalidad consistía en
no saber elegir a un hombre que la mereciera.
Coleccionaba individuos que se aprovechaban de su vulnerabilidad manifiesta.
Coleccionaba individuos que se aprovechaban de su vulnerabilidad manifiesta.
Demasiado inocente, en extremo generosa fue siempre presa fácil de los depredadores .
Los atraía como moscas a la miel que después de usarla la dejaban.
Los atraía como moscas a la miel que después de usarla la dejaban.
A veces me pregunto cómo sobrevivió en medio de los chacales.
Cómo logró preservar su inocencia desarmante.
Keera vivía entre Irlanda y Montreal. Le interesaba especialmente el proceso independentista de
Quebec.
A orillas del St. Laurent solía reponerse de sus naufragios
sentimentales.
Era una mujer muy querida y admirada en el medio que frecuentábamos y en la Universidad donde enseñaba. El penúltimo zarpazo se lo propinó un revolucionario de salón.
Era una mujer muy querida y admirada en el medio que frecuentábamos y en la Universidad donde enseñaba. El penúltimo zarpazo se lo propinó un revolucionario de salón.
Ella siempre negaba la evidencia, creía en la bondad del
ser humano. Incluso de los canallas..
Lo mismo que Blanche Dubois también dependía de la amabilidad de los extraños .
La aventura dejó a mi queridísima amiga en
estado calamitoso.
Para olvidar el percance se fue a Sídney ( Australia) . Pidió un Año Sabático.
Le apetecía conocer el Quinto Continente. Se quedó todo el
invierno. Al principio llamaba, escribía; luego no. Luego nada. Como si la
hubiese tragado la tierra.
A principios del mes de Julio reapareció inesperadamente en mi casa en
medio de la noche.
Nos abrazamos sin mirar el reloj jubilosas de volvernos a encontrar.
Fuimos en pijama a buscar dos copas a la cocina y luego nos sentamos en el balcón a fumar el imprescindible du Maurier. Un ritual muy nuestro.
Vengo a celebrar contigo mi adorada Mariette, me he casado en Melbourne hace tres semanas con el hombre de mis sueños.
No, no me mires con esa
cara. Ya sé lo que vas a decir. ¡Ha sido un coup de foudre!
qué quieres que haga. Se llama Henry.
Recibí la noticia en el estómago primero, que es donde recibo casi todas.
Bebí
la copa de champagne de una vez. No sé. Fue la necesidad repentina de ahogar temores entre
burbujas de no estropear el momento, así que bebí y bebí.
"Si el rostro fuese el espejo del alma", dice mi poeta
preferido.
"Si el rostro fuera el espejo del alma" tendría que haberla creído a Keera aquella noche.
Quise creerla.
"Si el rostro fuera el espejo del alma" tendría que haberla creído a Keera aquella noche.
Quise creerla.
Dejamos el balcón cuando empezó el relente de la madrugada y nos tumbamos
en sendos sillones con el relajo que se siente cuando el cuerpo flota y levita, cuando nada pesa ni siquiera la conciencia; un instante feliz. Solo escuchábamos el tic-tac del Big Ben recordando el tiempo
transcurrido.
Dentro de dos
semanas llegará, dijo ella dulcemente.
Tu marido.
Si. Mi marido.
Imagínate un hombre que dice haberse enamorado de la sutil y fina aureola de luz difusa que envuelve mi alma serena y equilibrada;
y que procede de la armonía del todo.
¿ Sabes lo que es eso?
Pues no, la verdad. No.
Nadie me había tratado así, Mariette. Nadie en mi azarosa vida.
¿ Y a tí?
Si. Creo que si.
Cuéntame.
Otro día, la novia hoy eres tú.
Y siguió hablando en otro tono sobre aprensiones y recelos.
Cosas que rara vez se dicen y que las entierra inmediatamente quien las escucha.
Ella escribía a su marido largas cartas de amor todos los días. A veces me las leía.
De
misiva en misiva iba poco a poco construyendo una querencia que parecía más que nada obsesión.
Mientras tanto el ausente que siempre estaba viniendo nunca
llegaba.
Henry se había convertido en éxtasis y en agonía para Keera.
Pasó el tiempo, más de lo previsto. El viaje se postergaba una y
otra vez.
Ella iba transformando en rubia platinada su hermosa
cabellera de castaño brillante.
Se tiño las cejas a juego, se subió a inmensos tacones desafiando
el equilibrio para complacer a su fantasmagórico amante supuestamente.
Se fue desdibujando. Perdió el estilo. Su estilo.
Pintó la casa de blanco y negro semejante a un tablero de ajedrez.
Un día dijo que su esposo había llegado y que necesitaba tiempo para
adaptarse al nuevo horario.
Nos pareció normal al principio. Después no.
Al llegar Henry Keera iba eclipsándose.
Al llegar Henry Keera iba eclipsándose.
Apenas
llamaba y cuando lográbamos comunicar con ella no mencionaba a su esposo.
Evadía el tema.
Evadía el tema.
De
toda evidencia no quería encuentros.
Conociéndola fui a la Universidad a buscarla sin avisar y nos fuimos las dos solas a l´Auberge St. Gabriel a cenar.
Empezamos
hablando de Bourgault y de su importancia en la historia política y social de
Quebéc.
Ni
una palabra de Henry..
Fue una conversación rara por decir lo
menos. Angustiosa.
Recordamos
a nuestros amigos con quienes habíamos compartido años políticamente
rebeldes.
De
pronto Keera
me miró al borde del llanto.
Hundió la cabeza entre los brazos y sus sollozos me dejaron muda.
Se levantó rápida con el maquillaje deshecho y salió precipitadamente.
Espérame por favor, dijo.
Y esperé. Esperé largo tiempo.
Esperé en vano.
No volvió.
No la volví a ver. Esa fue después de casi treinta años de amistad íntima, nuestra última conversación.
Se perdió en la oscuridad de la noche. Recorrí calles y callejas del Viejo Montreal,
El paseo junto al San Lorenzo. Los muelles. Los rincones, lo
bares. Todo.
Jean vino a mi encuentro.
Recuerdo el calor, el desasosiego.
Recuerdo el calor, el desasosiego.
Luego un mal presagio.
No contestaba el teléfono. No estaba en casa. No iba a la Universidad. Ni había rastro de Henry. Como si jamás hubiese existido.
No contestaba el teléfono. No estaba en casa. No iba a la Universidad. Ni había rastro de Henry. Como si jamás hubiese existido.
Y entonces hicimos lo que nunca en circunstancias normales hubiésemos hecho: utilizar las llaves de casa que nos habíamos entregado los tres por si alguna vez nos necesitáramos unos y otros.
La encontramos muerta.
Del velador recogimos un sobre lacrado, una foto de dos mujeres y
un hombre, rue St. Catherine Carré Philips durante una célebre manifestación
en el año 75.
Es una imagen nítida de Keera con un trébol verde pintado en la
cara llena de pecas, Jean sosteniendo una pancarta que dice Quebec, je me
souviens y yo con una gargantilla hecha de flores, los tres estamos abrazados.
Cómo decírselo a su madre.
En el sobre escrito a puño y letra decía: Mother.
Lo guardamos en el coche.
Lo escondimos
Al final llamamos a la policía.
Nos preguntaron si sabíamos porqué sobre el cuerpo semidesnudo
de nuestra amiga había diecisiete metros de
gasa blanca.
Claro que lo sabía pero en mi silencio se queda.
No tenemos la
más remota idea, Inspector, le dije entonces
Meses más tarde después de la incineración, la madre de nuestra amiga, Jean y yo llevamos las cenizas de Keera a Donegal.
La noche antes de regresar a Montreal Grace Monaghan abrió
el sobre y leyó las palabras dormidas de su hija.
Ahora creo que necesito poner punto final. Ir a casa. No recordar más.
El calor sube a oleadas.