Leonardo da Vinci, Marta y María |
El llanto ha dejado
surcos profundos en el hermoso rostro de la mujer que está ahora, al fin, junto
a mí.
Desolada mira por la
ventana apenas abierta hacia ese color indefinido que tiene el crepúsculo sin
esperanza.
Muy lejos las luces de
neón parpadean molestas.
La abrazo. La acaricio.
Le digo que no piense más.
Su corazón ha estallado
en mil pedazos en el espacio infinito.
Está brutalizada mas allá
de lo imaginable. Abandonada a la deriva.
Rota el alma a puñetazos.
Ella se acurruca en mi
regazo hasta hacerse un ovillo buscando protección para morir.
Sus ojos de ardiente
desamparo miran errantes la luz tenue del salón.
Quiere ponerse en pie
pero no puede y se desploma.
Su cuerpo frágil puede
extinguirse en cada intento.
El dolor se convierte en
garrapata.
Se ha hecho de noche.
Ella preferiría perderse en la oscuridad hueca, sin fondo.
He preparado el
dormitorio, encendido la chimenea, engalanado la cama con sábanas de hilo
de Holanda bordadas con su nombre y después de arroparla la he llenado de
besos.
Rozando apenas los
cristales la luna entre nubes aparece y
desaparece con el viento que sacude oscuros nubarrones.
Me he sentado en la
mecedora al lado de la chimenea.
La mecedora donde ella
acunaba a sus hijos.
La oigo respirar a
sobresaltos.
El Big Ben esta dando
once campanadas.
Durante mucho tiempo miro
el fuego. Me sirve de hipnótico.
Todo se desvanece.
El parpadeo de la
pantalla del ordenador me obliga a salir del sopor de un sueño tan profundo que
no podía despertar.
Estoy sentada en la
butaca de mi escritorio, desorientada. Sonámbula. Otra pesadilla.
Como en algunas películas:
"todo parecido con la realidad es mera coincidencia."
Punto final .