Hoy no he querido ahondar
en el pasado nada perfecto.
Es difícil evadirse estando donde estoy.
La mirada deambula y su
vagabundeo no tiene límite. Fijar un punto y abstraerse del resto requiere un
ejercicio de voluntad considerable.
He preferido dejarme
llevar por lo que convencionalmente se podría llamar una tarde perfecta de un
día casi perfecto.
El cielo estaba límpido
de azul suave con nubes rosas un poco lilas.
Las gaviotas revoloteaban
en torno probablemente a un banco de sardinas. A medio motor una embarcación
azul marino y blanca ha cruzado desde Murgúa hasta perderse detrás de la ermita
de Santa Katalina rumbo al puerto, antes de que los caserios de
Laga quedaran en sombra.
Desde la barandilla, en el balcón de los piratas, lo único que
tenía que hacer era descansar inmersa en la brisa fresca, aspirar el perfume de
la mar y por una vez ante el mismo paisaje de toda mi vida, sólo mirar las flores
de rosa vibrante que este año han vuelto, como nunca antes, a inundar la casa.
Prímulas y trepadoras de un rojo aterciopelado y vibrante como la sangre dicen
los poetas que es el amor.
Sandrita, una de las dos yeguas
que pastan en Errandosolo, parecía feliz tumbada en la hierba
posando como una odalisca para un pintor invisible.
No hacía ni frío ni calor,
la marea empezaba a bajar.
El día podría haber terminado así pero un segundo después de haberlo imaginado se me ha ocurrido pasear por la memoria del viejo camino desafiando el miedo que sentía cuando era niña al volver de Hondartzape, nuestra playa salvaje.
Estaba prohibido andar por la vía del tren pero yo lo hacía atenta al silbido, zigzagueando entre zarzas de moras verdes, rojas, granates. Corría esquivando ortigas hasta llegar a casa sofocada, convencida de haber burlado la muerte, disfrazada de tren, una vez más.
El día podría haber terminado así pero un segundo después de haberlo imaginado se me ha ocurrido pasear por la memoria del viejo camino desafiando el miedo que sentía cuando era niña al volver de Hondartzape, nuestra playa salvaje.
Estaba prohibido andar por la vía del tren pero yo lo hacía atenta al silbido, zigzagueando entre zarzas de moras verdes, rojas, granates. Corría esquivando ortigas hasta llegar a casa sofocada, convencida de haber burlado la muerte, disfrazada de tren, una vez más.
A un lado estaba el monte, los caseríos. Al otro el precipicio hasta la mar.
No había mucho sitio por donde escapar ni dónde elegir.
No había mucho sitio por donde escapar ni dónde elegir.
Así día tras día, año
tras año, todos los años de la vida entonces.
Tarde ya oigo la mar rompiendo alborotada en las peñas de Errandosolo.