imagen de la red, sin nombre |
Desde la repentina ingravidez del vacío Crisanta no podía olvidar las últimas palabras de su compañero de viaje cuando abrazándose entre besos susurraba mujer de mi vida mujer de mi vida, no te vayas quédate conmigo siempre, repetía tratando de retenerla antes de que escapase del abrazo al andén, antes de que desapareciera trás las puertas giratorias en el último instante. Pasajeros casuales del lujoso y exclusivo vagón-cama cruzaron juntos medio continente a puerta cerrada cuando el tiempo se detiene, no cuenta, no importa, cuando se alborota el alma y se vacía el silencio, cuando se entra en la profundidad íntima. En lo sagrado. Mujer de mi vida, murmuraba Crisanta en voz baja, eso ha dicho. Mujer de mi vida.
Conocía a ciegas la estación tantas veces transitada, las tiendas, las cafeterías, los bares y librerías, sin embargo no podía apartar la vista clavada en el viejo reloj que marcaba tajante el compás de las horas. Gente que iba y venía apresurada, el murmullo de fondo constante, los altavoces anunciando llegadas y salidas de trenes. Ruido.
Crisanta estaba en otra dimensión. Extrañaría sus manos acariciándola, su apasionada ternura, la voz de ese hombre. Todo. Perdida entre la muchedumbre se aferró a lo vivido, a lo hallado al fin y perdido. Punzante recuerdo, huella indeleble. Dolor. Nunca más vibraría con otra sonrisa de no ser la del viajero de noche y su estremecedora pasión, su nobleza.
No podría olvidar. Cerró los ojos un momento. No podría olvidarle. Se había hecho tarde.
El aguacero arreciaba y la noche de otoño invernal se echaba encima a pasos agigantados. Antes de llegar a casa tenía que recorrer el camino de curvas sin fin de los acantilados envueltos en sombras y bruma. Absorta en sus pensamientos y temores bajó las escaleras mecánicas hasta la primera planta del estacionamiento. Una ráfaga de viento helado le azotó el rostro. Apresuró el paso hacia el diminuto Cooper blanco y negro llamado Sam por Louis Armstrong en Casablanca. Sam ejercía de paño de lágrimas era su refugio en él confiaba alegrías y quebrantos testigo fiel de sobresaltos la aceptaba tal cual sin reparo sin exigencia sin reproches. Sin más. Cerró las puertas del coche con seguro se ajustó el cinturón puso en marcha el motor la música, encendió otro cigarrillo, aspiró despacio hasta el fondo el humo, y emprendió el viaje a casa.
La voz del ausente reverberaba al borde de la última encrucijada.
Latían golpeando el pecho, suspendidas en el vértigo, sus palabras, mujer amada, la eternidad contigo.
Había llegado a casa.