El viejo balcón de la habitación donde he dormido da a un jardín de lavandas y rosas color champagne. Hay manzanos, nogales, arbustos de hojas frescas recien nacidas.
Tórtolas, búhos sorprendidos y zorros deambulan por si cae alguna gallina atolondrada algún conejo o cualquier otro aperitivo suculento. El jardín está rodeado de bosques tupidos.
Los cuidadores podrían ser fantasmas del pasado a juzgar por sus rostros tallados de arrugas por su ademán y su halo. Ella tiene el pelo muy blanco recogido en moño bajo, rostro ovalado, ojos inquisidores. No habla, interroga. Viven solos aquí. Recuerdan personajes de Dickens. Hemos coincidido alrededor de la mesa a la hora del té. Hablan poco, lo necesario para mantener los buenos modales. Algo llama poderosamente la atención. Una tenue pincelada un cierto estilo melifluo de ella. La mirada alizarina del marido convierte el saludo en despiadada radiografía. No puedo remediar el escalofrío, el temor de lo que quizá esconda cada rincón cada sombra. De lo que se sospecha que pasó. De lo que nadie habla. Para contarlo al fin he venido. No sé qué me pasará. Qué pasará. Nadie imagina quien soy. Nadie. Me desasosiega. Se hace tarde. El fuego ilumina y entibia la oscuridad, un perfume de lavandas acapara los sentidos mientras espero el momento adecuado.