Ballets de St. Petersburgo |
El viento sacude las ramas de arce cerca de las ventanas que perturban el dormir profundo.
Por la ventana semi abierta entra el silencio.Las imágenes se superponen confusas otras veces claras. El río San Lorenzo arrastra en sus aguas caudalosas hacia la mar los estragos de una borrasca .
Montreal descubre poco a poco su belleza única de diosa otoñal.
Hojas de mil colores nunca iguales a ningún ayer, bailaran en el aire hasta caer rendidas esperando la protección de la nieve que alimenta la tierra.
Rosamunda cierra los ojos y se duermo otra vez. Sueña.
Una niña recién nacida flota en la pleamar del anochecer.
No hay nadie, únicamente ella y la inmensidad. Ella y el agua.
Vive en el colegio con las monjas. Desprotegida.
Algo malo habrá hecho para merecer el castigo. Sin duda algo malo.
El padre de Rosamunda adoraba a su única hija, sin embargo no la defendió ni dijo nada cuando llegó la hora de sacarla de casa para llevarla muy lejos. Al internado. Evitaba mirarla. Tuvieron que arrastrarla escaleras abajo. Se había agarrado a la barandilla tan fuerte que sus dedos enrojecidos no pudieron resistir la ira de la madre forcejeando con ella. Suelta de una vez, repetía frenética, suelta. Obedece. Vete. Fuera decía. Sé dócil y deja el drama. Rosamunda recuerda todo aún. Quisiera haber olvidado.
La luz ténue entraba por las vidrieras de la escalera, su ansiedad cuando la madre cerró la puerta. Su mirada acerada. El miedo. El dolor. El abandono. Después el silencio sin resonancia. Entre Pedro Toribio el chófer y su padre la bajaron hecha un mar de lágrimas y en brazos al coche envuelta en una manta escocesa de lana roja beige y verde oscuro con ribete de cuero marrón, recuerda. Se acurrucó en el asiento de atrás. Era una mañana muy fría de Enero. La niebla espesa pegada al suelo obligaba a circular despacio por la carretera sin fin de la llanura castellana adornada de cipreses.
Rosamunda miraba con ojos perdidos a su padre que no sabiendo cómo protegerla tarareaba una vieja canción,