de bz, anochecer desde el balcón de los piratas |
No
podía más de frío, un frío inhumano. Era todavía de noche a menos
veintitrés con calefacción a temperatura confortable. Pero ella no podía
entibiarse.
Atizó el fuego de la chimenea y
quemó ramitas de eucaliptus.
Miró la palidez del cielo que
presagiaba otra tormenta de nieve.
Volvió al teclado .
Si dejaba para más tarde las
palabras que en ese momento brotaban a borbotones quedarían prisioneras o se
desvanecerían para siempre enredadas, silenciadas a la fuerza, disfrazadas,
convertidas en cabos dispersos buscando el final del laberinto.
Se levantó un momento para
encender todas las luces de la casa, rellenó la copa de Carolans puso música y
envuelta en un chal de lana de Arán, siguió escribiendo.
Tiempo, era la última palabra
escrita antes del sobresalto y del frío intenso.
Si fuera posible volver atrás,
reeditar el tiempo, el tiempo, y excepcionalmente arrepentirse del tiempo
dilapidado, regalo al mejor postor.
Sublevarse.
Lo demás no importaba nada, nada
de lo demás.
Soliviantarse. No se conformaría
nunca.
Fue hasta la puerta abierta de su
escritorio. Hubiera jurado que unos pasos se acercaban sigilosamente al mismo
tiempo.
Seguramente sería el ritmo
desacompasado de su pensamiento en la zona ambigua donde queda al aire el temor
indefenso.
El atraganto.
Así que regresó al teclado o
quizá a la cuna donde ruge la mar y el verde austero perturba los sentidos.
Volvería sin querer a las mareas
que la mecieron, a la congoja cuando una ola verde de cristal la arrebataba en
su cresta esplendorosa, tan enorme era que llegaba al cielo y se detenía un
instante cuando empezaba a romper cayendo al vacío su cabellera de espuma y la
doncella de salitre bailaba descalza entre las teclas de un piano de cola en el
agua.
Otras veces al anochecer aparecía la ola fantasmal que desde Izaro
hasta las peñas de Errandosolo avanzaba y avanzaba vertiginosa amenazando con
engullir a la niña pequeñita que jugaba con las algas y estaba sola.
Pero siempre estaba sola.
No miró atrás cuando presintió a
la bestia detrás de ella.
No podía gritar ni llorar. No
podía escapar. Ni llamar a nadie, ¿ a quién llamaría?.
Al final, haciendo un supremo
esfuerzo se daba la vuelta y la miraba, y al mirar la ola se desvanecía en el
abismo profundo de la mar y la niña pequeñita se despertaba con el latido
doloroso y enloquecido de su corazón.
Solamente son palabras
subversivas que al fin susurran apacibles al filo del alba.