by Alexander MacQueen |
viernes, 27 de septiembre de 2019
Ceniza de rojo encendido
No seas meritoria
Esta tarde cuando los dedos ya no acertaban a encontrarse con las teclas y los ojos no daban más frente al ordenador y las cervicales andaban a la virulé, se me ha ocurrido ver las noticias en lugar de ver una buena película.
He revisado los canales de este norte, norte, luego he ido a ver qué pasaba por otros sitios de mi planeta preferido que sigue dando vueltas vueltas y vueltas.
Peligrosamente vueltas.
Quién me mandará. He visto justo un fragmento donde algunos presos explicaban que estaban en la cárcel purgando penas de en total desmesura con relación al delito.
Pedían ayuda, misericordia por robos menores de comida o ropa en algún gran almacén.
La nada misma en comparación. Una mujer hecha cisco había acuchillado en defensa propia al tipo que la chuleaba, que la agredia, la insultaba; que la vendía a perrilla la tirada al mejor postor. Acto seguido han entrado en pantalla, sentando cátedra, las y los sabihondos de costumbre que no callan nunca. Nunca, Virgen de las Angustias, nunca. Pontifican, apostrofan rasgándose togas, vestiduras, espada en mano, y balanza en desequilibrio reparten estocadas en nombre de verdades hiperbólicas y por supuesto en nombre de Dios, que no se libra de una.
Total que para llegar al final de las noticias y de verdades alternativas, hace falta tener tragaderas grandes.
Entonces qué. Entonces nada.
Qué te importa. Lo tienes fácil. Telecomando. Pausa. Stop. Corte radical al alcance de la mano. Y ya está. Ya está. No pasa nada ¿ves? hay que dejar que los perros ladren. Abogada de causas perdidas, Mother diría. No seas meritoria.
Corta. Apaga. Cut! Cut ! my love.
Apaga.
Cuéntame un cuento.
Verbena desde el púlpito
La fotografia pertenece a la colección de Fotos Pintadas de P. Zarrabeitia |
Ayer entré en Andra Mari de Mundaka y me senté en los viejos bancos de toda la vida. Ni un alma había. Sólo yo en la penumbra de la tarde. No había vuelto desde el funeral de mi padre. Cerré los ojos volví al pasado a nuestra parroquia y su párroco Don José Martín.
Don José Martin a veces negaba la comunión a quienes íbamos a las verbenas del Casino el sábado a la noche. Según él bailábamos al borde del abismo pecaminoso. Pecaminoso significaba no guardar prudente distancia chica-chico a medio metro. Al día siguiente domingo, en misa de nueve, intrépido subía al púlpito mirándonos pendenciero a todos los trasnochados. Sabía de memoria vida y milagros de cada uno. Podía decir y decía : Tú, sí ... a ti —con nombre y apellido a veces —, te estoy mirando ... le voy a decir a tu madre ... Dónde vas ... sal de la fila... que salgas de la fila te he dicho ... y fulminaba. De juerga las verbenas de Don José Martin desde el púlpito.
En Mundaka antes, nos conocíamos todos a todos, incluidas las ratas de alcantarilla. Los curas en aquel tiempo vestían a la antigua usanza sotana, capa y sombrero. Don Javier de esa facha era el sosías de Christopher Lee, Conde Drácula y confesarse con él una aburrición pero sus penitencias inmejorables, tres Ave Marias, lo más un rosario. Don Florentino Larrínaga bella persona, sordo como una tapia, despachaba rápido al penitente. Don José Ramón, nuestro preferido tenía la lengua demasiado espesa apenas le cabía en la boca, no articulaba bien ni podía preguntar cosas, daba la absolución a todo correr, y listo. Don Emilio merece capítulo aparte, otro día.
Así transcurría la vida en aquel entonces.
Entre los veraneantes que aparecían por primera vez; para siempre después en nuestro elegantoso y muy especial pueblito, llegó una familia de Bilbao que se integró rápidamente al ritmo del caprichoso Mundaka y en poco tiempo fueron carne y uña con los de toda la vida.
Uno de los hijos ni feo ni guapo, inquietante, serio. Y cuando sonreía irresistible. Tenía voz profunda recuerdo, hizo estragos entre las doncellas, verdaderos estragos.
Nosotras, las de misa de nueve, bastante más jóvenes que el galán en cuestión nos sentábamos en los bancos de la Calle Mayor a verle pasar. Hasta que un día yendo a los rezos habituales llegué tarde y en las prisas tropecé en el pórtico sombrío de la iglesia con un hombre alto, flaco que esperaba para darme según la costumbre, agua bendita en los dedos. Era él. Y qué sofocón. Me voy a desmayar juro que pensé, en sus brazos quizá, deseé. Sonrió, oh Dios, maquiavélica sonrisa. No acertaba a persignarme, no sabía si entrar o salir de la iglesia. Abrió el portón para dejarme pasar, se arrodilló junto a mí.
Su mirada momentos antes y el roce de su piel momentos después llenaron de desvelo los Kyries. Comulgamos juntos uno al lado del otro, yo con la boca seca seca, como de estopa, sin saliva.
Apresuradamente dejé la iglesia aquel día antes de la bendición final y corrí hasta Santa Katalina. Entre las peñas en marea baja pude llegar a casa sin pasar por el pueblo, sin ser vista. Abrí la puerta de Errandosolo que da a la mar y allí quedé tumbada en la hierba soñando en colores despierta. Supe después que el comulgante preguntaba por mi.
El resto de la historia me pertenece, peregrina, a prueba de años espléndida, llena de risas y lealtades. De tiempo en tiempo nos encontrábamos en Gernika para seguir celebrando.
Ahora el pórtico de Andra Mari de Mundaka tiene barrotes carcelarios. Dudo mucho que haya otro galán misterioso esperando con agua bendita en los dedos para rozar otros dedos. Ni la iglesia por dentro es la sombra de lo que fue. Ya no hay penumbra, velas siempre encendidas. No hay aroma de incienso. Tampoco es de este mundo Don José Martín el párroco que desde el púlpito nos amenazaba con el infierno.
Echo en falta otro aire, otra gracia, otra fineza, otro salero, otro estilo, otro ímpetu, otra mística, el viejo esplendor.
Me estaré poniendo antigua. Prefiero aquellas ruborosas vergüenzas.
Aquel sensual roce entre manos con agua bendita al entrar en la iglesia.
lunes, 9 de septiembre de 2019
Un aroma de brezo
de Vogue |
Estaré esperando a la salida del teatro, dijo, en un Austin verde oscuro, no te detengas pero no corras, sospechan. Volé a su encuentro. Sólo yo nadie más sabía por qué.
Tantas veces deseado. Él no. Él no. Impensable. Peligroso.
Se había decretado Estado de Sitio en aquellos lares.
Me abrazaría como previsto, simulando amor apasionado.
Era lo único que importaba. Jugar a ser convincente. No titubear. No dudar. Sentir. Cumplimos a rajatabla como si la vida se nos fuera en la verdad de un beso interminable.
Después, galante, me abrió la puerta y en el asiento, a su lado, había un ramillete de Brezo.
Su aroma.
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