Auguste Rodin, La meditatión |
Sin
decir nada, a veces en medio de la noche, se levantaba sigilosamente.
En camisón
y descalza recorría entre los árboles el viejo camino tantas veces
andado y desandado .
Perseverante, envuelta en sombras buscaba en el aire, en la tierra, la huella del amado hasta caer rendida. Buscaba como si aún quedara en el tiempo sumergido la posibilidad de revivir aquel primer beso clandestino la emoción de entonces en la profundidad de sus cuerpos; amor perdurable.
Él llevaba capa negra y sombrero de ala ancha.
Ella el cabello medio suelto en la nuca, el corazón palpitante en el pecho.
Perseverante, envuelta en sombras buscaba en el aire, en la tierra, la huella del amado hasta caer rendida. Buscaba como si aún quedara en el tiempo sumergido la posibilidad de revivir aquel primer beso clandestino la emoción de entonces en la profundidad de sus cuerpos; amor perdurable.
Él llevaba capa negra y sombrero de ala ancha.
Ella el cabello medio suelto en la nuca, el corazón palpitante en el pecho.
Amaneciendo
regresaba a su dormitorio. A la luz de las velas escribía lo vivido.
No
sabía poner punto final.
- Sería
morir …
La página concluía en tres puntos suspensivos. Lo
eterno y lo efímero la arrastraban.
Ella se dejaba ir. Cuando
la muerte venía a buscarla con el rocío del alba y la encontraba escribiendo,
guardaba la reluciente guadaña.
Y se iba.
Y se iba.