Edward Burne Jones |
Rose Marie, medio
dormida todavía escribe antes de amanecer palabras
sueltas en la hoja pasada de fecha de un calendario chiquito lleno de
garabatos, aparentemente sin sentido, guardado en el cajón de la mesilla. Reflejo de velas, pisadas, sigilo, fiebre, extremaunción, boda, confesión,
secretos, media voz, sigilo guardado con sello, Raimundo de Mont-Dragone.
Las sombras alargadas de
los hábitos se proyectan por las paredes de la enfermería y en el
altísimo techo del internado.
En la cama blanca una niña
de cinco años arde de fiebre, delira y se debate entre sábanas como en las
aguas turbulentas de un vientre que la rechaza antes de nacer.
Se llama Rose Marie de
Mont-Dragone
Las monjas no saben qué hacer con ella.
El viento de invierno
agita las ramas de los árboles centenarios contra las ventanas. Silba mucho
entre las persianas de madera a medio bajar.
Esta niña padece una
enfermedad impropia de su edad, semejante a la melancolía, dicen los médicos.
El tiempo transcurre con
desesperante lentitud. No hay mejoría.
Habrá que avisar a sus
padres.
Vuelve peor el delirio,
la fiebre, la pesadilla recurrente.
Una nube lejana muy
alta apenas visible en la inmensidad del cielo empieza a bajar poco a
poco.
A medida que se acerca a
la cama de Rose Marie va perdiendo albor hasta convertirse en una masa viscosa
que la inmoviliza. Quiere gritar pero la voz se escapa y se pierde.
Extiende los brazos como
una gaviota tratando de emprender el vuelo con ímprobo esfuerzo.
Luego se desploma
.
No puede regresar al
tiempo cuando fue ilusión en el corazón de su padre.
Ni volver al punto cero
antes del rechazo. Antes de las pesadillas.
Mucho antes de tantas
cosas.
El desamor, escribe Emma, es un torrente desbordado que arrasa, que sepulta sofismas y destruye dogmas que busca la caída libre en el abismo de la
inexistencia .
A la hora Prima de la
Comunidad, en el Jardín de Miosotis azules yace el cuerpo sin vida de Rose
Marie. Lleva puesto un camisón
de hilo de Irlanda bordado con su nombre. Está descalza y sonríe con la
mirada fija en el cielo infinito. Sus manos diminutas se
aferran al camafeo que lleva el sello de Raimundo de Mont-Dragone con una
leyenda de Virgilio escrita en latín.
“ Semper honos
nomenque tuum laudesque manebunt ”
"Siempre
permanecerá en mi memoria tu honor, tu nombre y tu alegria "