Una vez, hace siglos pareciera, juré que nunca nunca más viajaría en avión. Nunca. Dije, recuerdo, al cabo de mucho leer a Poirot y Agatha Christie que lo mío era el Orient Express. Luego me conformé con Ixabelita Koipesta , nuestro amado tren Gernkika - Bermeo, con parada en Mundaka. Años más tarde aterricé en Londres. Después un larguísimo etcétera. Luego llegué a estos parajes por razones que no vienen a cuento ahota y aquí estoy, aquí, sigo en este país de nieve y distancias lejos de todos los lejos. Aquí donde el aire es una manta de hielo, el tiempo espejo implacable. Un frío sin piedad. Aquí, donde los inviernos aprisionan y los veranos asfixian. Aquí donde nada está a un tiro de piedra.
Hoy he recordado aquel viaje. Y lo que escribí entonces.
Despegar. Volar. Aterrizar.
Aterrizar, llegar a algún lugar. Quizá.
Desde el Balcón de los Piratas, o tal vez desde el Pier de Brighton, he visto a las gaviotas, con su vuelo desesperado y libre, deseando ser una de ellas, deseando abandonar este cuerpo que me pesa. Pero yo estoy aquí, atrapada en una butaca, observando los motores que rugen como bestias al acecho. Y el miedo me consume, me atrapa, me envuelve me asfixia. Aquí en este tubular no se respira con facilidad. Hiperventilo. Cada respiración se convierte en sobresalto. La vida parece alejarse de mí igual que una sombra que huye cuando la busco. Se tensa la espalda empapada en sudor frío. Pido una copa de vino. Bebo, pero no me alivia. Quema la garganta no la zozóbra. El nudo del estómago no se disuelve. El avión no deja de sacudirse, de caer como si estuviese desintegrándose. No pasa nada dice el capitán, son bolsas de aire. Bolsas de aire. Los pasajeros no se inmutan. Fingen que no sienten el mismo pavor que yo siento. Las luces se apagan. La oscuridad se traga el tiempo. Un tiempo sin fin. Qué noche tan larga.
Sigo escribiendo: la respiración entrecortada, la piel caliente, una noche sofocante, piernas entrelazadas, cuerpo a cuerpo, un solo cuerpo. Aquel tango, Cafetín de Buenos Aires, se llamaba …
Empezamos a descender. La luz del amanecer brilla tímida a través de la ventanilla del vecino, poco segura de sí misma. Cierro el cuaderno. Guardo la pluma. Voy al baño. Qué ojerosa estás dice el espejo. Ojeras grandes estilo Anna Magnani, sigue diciendo, como si importara algo la comparación estando donde estoy, entre el cielo y la tierra. Muy distinto a dejarse mecer en el Orient Express de amores y misterio.
El monstruo sigue descendiendo; el miedo. Rezo. A cambio juro al cielo todo , lo que sea.
Al fin rodamos, rodamos, rodamos suavemente por la pista helada. Poco a poco, resbalando. Respirando.
Vuelve la sangre al cuerpo.
Aplausos emocionados.
Montreal marca, -30 grados Celsius.
Bajo por la escalerilla, ingrávida a ritmo de tango enamorado al compás del miedo.