martes, 21 de febrero de 2017

Flambée au Rhum en Aberdeen






Alexandre Schoenewerg

 

 

El desvelo de hoy se debe a lo que me contó ayer Matilda mi amiga de toda la vida mientras degustábamos un exquisito medallón de salmón flambée au rhum sobre cuna de grosellas, en mi casa de Aberdeen. He pedido permiso para utilizar parte de la conversación .

Escribe lo que quieras,  Matilda, dice , pero jura que nadie podrá reconocer la identidad de la mujer sin nombre  en tu historia.

Juro. 

Y aquí estoy veinticuatro horas  después, amaneciendo,  habiendo sucumbido al desafío  contando o callando lo que haga falta.   

Al pensar en ella la sigo viendo como si el tiempo no hubiera pasado, con una falda blanca larga  casi hasta el tobillo,  blusa suelta semi-transparente, corriendo descalza por la hierba de su tierra protegida por nuestra candorosa amistad. 

Así de felices éramos  cuando todo cambió de repente, y  nuestra vida radicalmente.

Matilda desapareció durante mucho  tiempo. Se le había metido entre ceja y ceja  cambiar el mundo,  lejos, abandonar la comodidad de su casa, de su hábitat,  de nuestros pazos   ocres, brumosos.  Lejos de nuestra inaccesible fortaleza. 

Se fue. Nunca más escribió dos letras; ni un telegrama, ni siquiera una tarjeta. Tampoco a su familia, como si la tierra se la hubiera tragado.

No quise de ninguna manera recordar, porque recordar significaba llorar o volver y debía enfrentar lo elegido  sin implicar a nadie; sola,  dice ahora.

Han pasado muchos años desde que salí de Aberdeen una noche con la certeza que nada sería lo mismo cuando regresara. 

Veo aún la cara llorosa de mi madre mirando desde el ventanal levantando la mano en un adiós hasta que sus lágrimas fueron lluvia triste e inagotable.

Mi padre dijo con ternura, vamos que ya es tarde. 

Te esperé para decirnos adiós.  No quisiste. No hubo despedida, recuerda ella.

El coche arrancó en silencio  rumbo a otros pagos. 

Trató de quedarse en el último minuto, seguramente tuvo miedo pero era tarde. 

Tarde para muchas cosas, volver atrás, subir corriendo las escaleras, acurrucarse en la cama envuelta en finas sábanas todavía tibias,  y dormir. 

Seguir contándonos cosas al día siguiente. Historias de amor. 

Después de mucho viajar Matilda llegó a  un país extraño donde la gente no sonreía. 

Se hospedó durante largo tiempo en un hostal chiquito decorado con exquisito gusto a la orilla del mar. Su dueña, mujer madura  de modales refinados distinta a todas las demás, la recibió.  Llevaba el pelo canoso cuidadosamente desordenado en moño bajo casi suelto,  labios de rojo encendido, ojos azul marino  y fumaba sin parar.  Tenia voz de humo, según Matilda soberbia.  

Hablando y hablando al calor del fuego del vino y de las horas sin tiempo, se hicieron  amigas. Cuenta que una plácida tarde, en plena conversación,  su anfitriona dijo que tenía que enseñarle algo.  Se ausentó  unos instantes y regresó envuelta en una bata de seda bermellón que flotaba al compás de sus pisadas. Se la quitó y quedó semidesnuda.

Aquel cuerpo, dice Matilda era un laberinto de cicatrices profundas.

Hondas huellas de algo apagado en la carne viva.  Cigarrillos, dijo.

Golpes y marcas de látigos horadaban  su espalda y vientre. 

Tenía destrozados los pechos, como si una fiera hambrienta  los hubiera arrancado a dentelladas.

 

Esto es sólo lo que se ve dijo dulcemente mientras se cubría otra vez y encendía el primer cigarro de la segunda cajetilla.

No ha sido tampoco la obra inconclusa de un marido despiadado. 

Durante una de esas sesiones el corazón no quiso seguir latiendo y morí.  

Me revivieron porque todavía no había dicho lo que querían escuchar.  

O no me habían violado lo suficiente. En manos de aquella jauría viví mil muertes. 
Me perdí. Se me perdió el alma ,  dijo y continuó fumando.

 

Matilda no sabía si levantarse, si quedarse, si abrazarla, si desaparecer. Si vomitar. Muda.

 

Ni siquiera te he ofrecido algo de beber¿ te apetecería a lo mejor un Bloody Mary ?,  preguntó su anfitriona.

 

Gracias. Nada. No me apetece nada, en serio, sólo  escucharte. Sólo quiero escucharte.

 

En aquel tiempo usaba trenzas largas con flores silvestres entrelazadas, continuó diciendo, dio una larga calada dibujando círculos con el humo, así estaba cuando me secuestraron a las doce del mediodía en plena calle. Mis trenzas sirvieron de bridas  a los  torturadores; de bozal para montarme. Ya ves, un rodeo coronada de flores. Estoy viva porque me creyeron muerta. Tenía  quince años. 

Sin parar narró impasible su testimonio durante toda la noche.  Horas de horas. 

 

Casi las mismas horas que hemos pasado juntas Matilda y yo esta noche, como en nuestros mejores tiempos. Amanece. 

La hojarasca forma remolinos en el bosque. Me hundo en la butaca. Estoy terriblemente cansada. La casa duerme.Matilda se ha dormido también en el sillón. George aparece y me besa en los labios. Ha sido un beso fugaz, una caricia.   



Inagotables, dice, qué manera de celebrar, menuda resaca tendréis hoy. 

Sonríe y sale silencioso rumbo al garage.

Hay olor a musgo. 

 

“ tête à tête “ con Nelson Villagra Garrido para La Revista CineCubano

Nelson Villagra Garrido  ( El Conde ) en  La Última Cena,  de Tomás Gutiérrez-Alea Tomás Gutiérrez-Alea  Nelson Villagra Garrido es chillane...