Se llamaba Maria Teresa.
Maite fue una mujer muy valiente. Murió de cáncer cerebral cuando de verdad empezaba a vivir. Vino a Montreal en pleno invierno desafiando todos los miedos e inconvenientes para estar unos días con sus hijos y ver nacer a Lander su primer nieto.
Viajaba entre una y otra sesión de quimioterapia, y cuando se iba quedaba su alegría.
La veo todavía esquivando conmigo socavones de nieve muertas de risa yendo a la ópera en Place des Arts.
Era muy joven cuando su marido la abandonó con tres hijos pequeños y tuvieron que recorrer un largo y doloroso camino. Muy difícil.
Se me olvidó llorar, me dijo.
Después encontró el gran amor en un hombre que la quiso mucho. Y se casaron igual que en los cuentos con final feliz. Él la sigue amando.
Maite era generosa y buena.
Era muy guapa. Recuerdo el brillo que tenía en la mirada y su hermosa cabellera oscura.
Nadie la oyó quejarse ni perder las ganas de vivir en su lucha contra el cáncer.
Había resistido y superado radioterapias salvajes cuando se fue.
Desde las ventanas de su casa en Mundaka, junto al puerto más chiquito y más bonito del mundo, se ven las olas y el vaivén de las mareas. Siempre huele a sal.
En el piano un hombre enamorado, muy solo sin ella, interpreta Alfonsina y el mar para Maite la preferida de su mujer amada. Ella nunca falta a la cita.
Martín Gondra lo sabe.
Cosas que pasan cuando se quiere de veras ¿verdad Kepa?