viernes, 17 de febrero de 2017

Noche de Walpurgis con la Dama de sangrai








Salut les amis !
Esto pasó hace 34 años. Luego lo escribí, después lo subí a mi blog, más tarde fue película contra mi voluntad. 
Ahora recupero y reitero lo vivido en Noche de Walpurgis con La Dama de Shanghai.
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Nunca se sabe la verdad o la fantasía que llevan los sobresaltos, como éste que sucedió en Montreal una tarde de otoño cuando todavía las hojas de los arces se agitaban vestidas de fiesta. Cuento lo sucedido tal cual ocurrió. Tres somos los testigos. Dos amigos insignes profesores de la Universidad de Montreal y yo. Ellos agnósticos y materialistas dialécticos. Yo no.
Los llamaba Ginger y Fred en honor a la relación peculiar que mantuvieron y al gozoso recuerdo que dejaron en mí. Vivíamos la bohemia, nos reíamos de nuestra sombra. Ginger y Fred siempre estaban en primera fila en mis estrenos de teatro. Yo no perdía sus apasionantes ponencias; sus clases magistrales.
Ginger era mujer de amores súbitos y sonrisa pícara contagiosa. Los años de cigarrillo y humo habían dejado en ella la voz pastosa, ronca, bonita. Discutíamos de todo y de nada con tal vehemencia como si la rotación de la Tierra alrededor de su eje dependiera de nuestro ímpetu. Arreglábamos entuertos mundiales y nos contábamos todo. O casi todo.
Fred era un tipo de espíritu refinado y modales exquisitos. Su lengua materna no era el español.
Exponía con la misma rigurosidad la quintaesencia de Engels que la última réplica de Blanche Dubois en El Tranvía llamado Deseo : “ Siempre he dependido de la buena voluntad de los extraños…” comentando la dramaturgia de Tennesse Williams.
Vivía solo. Como Ginger. Cada cual en sus nidos.
Me quería bien. Solía informarme de cualquier evento artístico que mereciera la pena en Montreal. Le gustaba escuchar mi opinion. Pasábamos horas muertas hablando del tema. Todavía fumaba. Desde que dejé el cigarrillo no he vuelto a ser la misma, me he puesto aburrida.
Sigo con el sobresalto.
Un imborrable domingo de Octubre hacia las siete y media de la tarde llamé a Fred para comentarle que a las ocho PBS presentaba la obra de Miller Death of a Salesman con John Malkovich y Dustin Hoffman en los roles protagónicos. Sabía que le iba a encantar. Pero él no contestó. En su lugar respondió la llamada una mujer. 
Rápida  y seca dijo que Fred había salido y que no volvería hasta las once de la noche. Se trataba de una mujer mayor, pensé. Muy mayorc quizá. La voz delataba un acento extranjero no obstante culto, perfecto. Y me nombró. Dijo textualmente: — “ Sé bien quién eres, Fred te llama Bego.  Fred no está. Ha ido a ver La Dama de Shanghai a la Universidad Concordia. No regresará hasta las once de la noche.  Cuántas veces debo repetirlo. Precipitadament le dí las gracias sin saber qué responder, qué más decir. Ella había colgado el auricular.
No habrían pasado tres minutos cuando llamó Ginger diciendo que había tratado de hablar con Fred, que no estaba en casa y que había dejado un mensaje en el respondedor. 
— Qué estás diciendo. No puede ser. Acabo de llamar y he topado con una bruta insoportable en su casa que  me ha despedido a cajas destempladas diciendo que no está. 
Ginger se rió.
— ¡ Ay Bego, Bego iqué despiste el tuyo ! seguramente habrás marcado un número equivocado.
— Y yo te aseguro que no, de despiste nada. Para tu información Fred en estos momentos está en el cine de la Universidad Concordia viendo un ciclo de Orson Welles; concretamente La Dama de Shanghai y regresará a las once. Veremos entonces quién es la del desacierto.  Precisamente  la mujer antipática que guarda su casa ahora mismo es quién me ha informado de todo, todo, todo. 
Muy mosqueada con Fred supongo, Ginger volvió a llamar  a su casa y dejó el segundo mensaje  en el respondedor. 
Eso sí que es raro rarísimo, pensé. Y de repente no quise pensar más. De susto en sobresalto empecé vi Death of a Salesman. 
Hacia las doce menos cuarto de la noche sonó el teléfono en casa; hora destemplada.  Era Fred. Había hablado ya con Ginger.  Fred, áspero, serio, incrédulo, notoriamente alterado, exigiendo más que preguntando que le contara cómo había sido la conversación con esa mujer  que tanto sabía de  sus ires y venires aquel domingo,— con tanta exactitud.
—Querida Bego —apostrofó—soy ateo. No sé a qué estás jugando pero no me hace gracia. He salido de casa esta tarde y he bajado por el Boulevard St. Laurent hacia La Cinémathèque Québeçoise. A mitad de camino en la vitrina de un depanneur he visto que en la Universidad Concordia daban La Dama de Shanghai dentro de un ciclo dedicado a Orson Welles.  En ese momento , escúchame bien, nada más que en ese momento he decidido cambiar de rumbo rápidamente para llegar a la función de las nueve. Y estaba solo, no he hablado con nadie ni antes ni después, ni en ningún momento. Nadie podría haber adivinado dónde iba. Ni yo mismo lo sabía ¿comprendes? Ni yo mismo. Al salir de casa he dejado el contestador conectado; a mi regreso he encontrado dos mensajes de Ginger. Ninguno tuyo. Entonces dime ¿con quién has hablado tú? Con quién has hablado tú, — murmuraba como quién niega otro pensamiento simultáneo. 
Una y mil veces me lo preguntó y otras tantas le repetí la conversación con la desconocida.
De repente se me erizó la piel, sentí mucho miedo, frío. Y descolgué el teléfono toda la noche. Mis hijos dormían. La casa estaba en silencio y el silencio pesaba. En camisón y descalza me refugié en el coche.  No me sentía capaz de ir a la cama, dominar el escalofrío de las sombras. Di unas vueltas, no sé cuantas, alrededor del Mont Royal. Sola. La ciudad a mis pies dormía iluminada y transparente en la quietud de la noche. 
Al día siguiente muy de mañana Fred nos citó a Ginger y a mí en el Ritz Carlton de la calle Sherbrooke para desayunar. En realidad fue para confrontar versiones.
No sabía  que nos veríamos por última vez.
Entre hojaldres y cremosos capuccinos sacó de su billetera una foto donde tres ancianas bellísimas estaban sentadas una al lado de la otra en un banco de piedra,  claramente en un paisaje desconocido.
Una iba vestida de azul añil vibrante, otra de blanco inmaculado, la tercera de naranja cobrizo.
—Dime, preguntó Fred ¿quién, sin pensarlo, dirías que habló contigo anoche?
— ¿ Anoche?
— Si, anoche. Anoche hablaste con una de las tres.
Señalé entonces la mujer que estaba en medio, vestida de color azul añil, de pelo blanco, luminosa.
— Es mi madre— dijo sin quitarme los ojos de encima — falleció hace cuatro meses. Con ella hablaste anoche. 
Fred me taladraba con la mirada como si quisiera ver en mí lo que no podía o no quería aceptar, ni explicarse. Incrédulo. Se me heló la sangre y me tiritaban los dientes.

Igual que ahora, mientras escribo por primera vez desde entonces, esto que pareciera ser un delirio, un sueño.

Muchas veces pienso en La Dama de Shanghai. En aquella noche. En aquella voz al otro lado del hilo, al otro lado de la vida, una sosegada tarde de otoño, en Montreal.

“ tête à tête “ con Nelson Villagra Garrido para La Revista CineCubano

Nelson Villagra Garrido  ( El Conde ) en  La Última Cena,  de Tomás Gutiérrez-Alea Tomás Gutiérrez-Alea  Nelson Villagra Garrido es chillane...