by Alexander MacQueen |
Esta noche he quemado las últimas hojas de un viejo diario que ha sido mi sombra. A fuerza de arrancar hojas ha mermado hasta quedar en los huesos. Está encuadernado en tela de saco color ocre la textura del papel es algo satinada del mismo tono. Siempre escribo con pluma y tinta azul marino. Ese cuaderno y yo hemos sido inseparables. Donde estába él, estaba yo, perderlo hubiese sido perderme. Hace tiempo escondí dos diarios diminutos en el tejado de casa. Uno tenía tapas verdes y otro granates. Con esmalte de uñas marqué mi nombre sobre la teja que los cobijaba. Creí que ni lluvias ni tormentas lo borrarían, creí que nadie podría sospechar que allí quedaba escrita una parte del alma. Tenía doce años cuando subí al tejado grande y con recovecos muerta de vértigo. Pasó el tiempo. Después de soportar temporales y granizos hubo que cambiar en casa un montón de tejas destrozadas.
El agua y el salitre habrán borrado sin duda también aquella huella. Sólo las gaviotas saben dónde está mi nombre. Ahora con frecuencia escribo y rompo, escribo, rompo, quemo, y me gusta. El fuego entra en el papel, baila, reduce a ceniza las palabras, las desborda, las esparce, las abraza.
Pausa.
Se ha consumido completamente la hoja, quedan cenizas de rojo encendido.