miércoles, 22 de febrero de 2017

Los corderos en la pradera


fotografía de la red





Desde La Terraza de los Piratas veo la puerta que baja a las peñas de Errandosolo los árboles de verde oscuro, flores las olas que perfuman el aire de yodo y salitre. 
En el cielo las nubes escriben su propia historia.
La bandera de Francis Drake ondea a mi lado oteando Izaro. 
Desde el fondo de la mar el peñón de Ogoño resiste las embestidas de la galerna, no hay ola salvaje que desafíe su raíz insondable. 
Ahora que estoy cerca de los fantasmas, los sueños recurrentes se desvanecen entre niebla y algas. Este paisaje me obliga a mirar en cámara lenta el pasado.
Cada habitación, cada teja, cada peldaño de esta casa puede contar la historia de muchas vidas. Si cualquiera de las dos cocinas hablaran descubrirían secretos de familia que se han ido a la tumba con sus personajes. Confesiones, secretos a media voz, risas, atragantos, llanto, rostros, arrepentimientos. Recuerdo el sabor de los txipirones y del pil-pil hechos a la brasa en cazuelas de barro de Gernika , el besugo al horno. El sabor de la cuajada con miel de trébol. Voces. Tertulias antes de dormir. El tiempo pasado.
Desde aquí suelo escribir en el despacho de mi padre donde hace mucho empecé a contar con tinta azul marino lo que sentía, cuitas y avatares codificados en cuadernos fantásticos de lino color vela Basildon Bond, y así nadie atropellaría mi intimidad. Entre caseríos y montes se ven algunas ovejas que pastan inocentes en la pradera cerca de sus corderillos ajenas a los peligros que acechan emboscados en depredadores hambrientos cuando menos se espera e insaciables despedazan a dentelladas las entrañas de sus víctimas.
Rostros precisos se agolpan, se acumulan, se desordenan, se desvanecen.
“Les moutons dans la plaine sont en danger du loup”
(Las ovejitas en la pradera están a merced del lobo). Reza un viejo dicho quebecuá.


martes, 21 de febrero de 2017

Flambée au Rhum en Aberdeen






Alexandre Schoenewerg

 

 

El desvelo de hoy se debe a lo que me contó ayer Matilda mi amiga de toda la vida mientras degustábamos un exquisito medallón de salmón flambée au rhum sobre cuna de grosellas, en mi casa de Aberdeen. He pedido permiso para utilizar parte de la conversación .

Escribe lo que quieras,  Matilda, dice , pero jura que nadie podrá reconocer la identidad de la mujer sin nombre  en tu historia.

Juro. 

Y aquí estoy veinticuatro horas  después, amaneciendo,  habiendo sucumbido al desafío  contando o callando lo que haga falta.   

Al pensar en ella la sigo viendo como si el tiempo no hubiera pasado, con una falda blanca larga  casi hasta el tobillo,  blusa suelta semi-transparente, corriendo descalza por la hierba de su tierra protegida por nuestra candorosa amistad. 

Así de felices éramos  cuando todo cambió de repente, y  nuestra vida radicalmente.

Matilda desapareció durante mucho  tiempo. Se le había metido entre ceja y ceja  cambiar el mundo,  lejos, abandonar la comodidad de su casa, de su hábitat,  de nuestros pazos   ocres, brumosos.  Lejos de nuestra inaccesible fortaleza. 

Se fue. Nunca más escribió dos letras; ni un telegrama, ni siquiera una tarjeta. Tampoco a su familia, como si la tierra se la hubiera tragado.

No quise de ninguna manera recordar, porque recordar significaba llorar o volver y debía enfrentar lo elegido  sin implicar a nadie; sola,  dice ahora.

Han pasado muchos años desde que salí de Aberdeen una noche con la certeza que nada sería lo mismo cuando regresara. 

Veo aún la cara llorosa de mi madre mirando desde el ventanal levantando la mano en un adiós hasta que sus lágrimas fueron lluvia triste e inagotable.

Mi padre dijo con ternura, vamos que ya es tarde. 

Te esperé para decirnos adiós.  No quisiste. No hubo despedida, recuerda ella.

El coche arrancó en silencio  rumbo a otros pagos. 

Trató de quedarse en el último minuto, seguramente tuvo miedo pero era tarde. 

Tarde para muchas cosas, volver atrás, subir corriendo las escaleras, acurrucarse en la cama envuelta en finas sábanas todavía tibias,  y dormir. 

Seguir contándonos cosas al día siguiente. Historias de amor. 

Después de mucho viajar Matilda llegó a  un país extraño donde la gente no sonreía. 

Se hospedó durante largo tiempo en un hostal chiquito decorado con exquisito gusto a la orilla del mar. Su dueña, mujer madura  de modales refinados distinta a todas las demás, la recibió.  Llevaba el pelo canoso cuidadosamente desordenado en moño bajo casi suelto,  labios de rojo encendido, ojos azul marino  y fumaba sin parar.  Tenia voz de humo, según Matilda soberbia.  

Hablando y hablando al calor del fuego del vino y de las horas sin tiempo, se hicieron  amigas. Cuenta que una plácida tarde, en plena conversación,  su anfitriona dijo que tenía que enseñarle algo.  Se ausentó  unos instantes y regresó envuelta en una bata de seda bermellón que flotaba al compás de sus pisadas. Se la quitó y quedó semidesnuda.

Aquel cuerpo, dice Matilda era un laberinto de cicatrices profundas.

Hondas huellas de algo apagado en la carne viva.  Cigarrillos, dijo.

Golpes y marcas de látigos horadaban  su espalda y vientre. 

Tenía destrozados los pechos, como si una fiera hambrienta  los hubiera arrancado a dentelladas.

 

Esto es sólo lo que se ve dijo dulcemente mientras se cubría otra vez y encendía el primer cigarro de la segunda cajetilla.

No ha sido tampoco la obra inconclusa de un marido despiadado. 

Durante una de esas sesiones el corazón no quiso seguir latiendo y morí.  

Me revivieron porque todavía no había dicho lo que querían escuchar.  

O no me habían violado lo suficiente. En manos de aquella jauría viví mil muertes. 
Me perdí. Se me perdió el alma ,  dijo y continuó fumando.

 

Matilda no sabía si levantarse, si quedarse, si abrazarla, si desaparecer. Si vomitar. Muda.

 

Ni siquiera te he ofrecido algo de beber¿ te apetecería a lo mejor un Bloody Mary ?,  preguntó su anfitriona.

 

Gracias. Nada. No me apetece nada, en serio, sólo  escucharte. Sólo quiero escucharte.

 

En aquel tiempo usaba trenzas largas con flores silvestres entrelazadas, continuó diciendo, dio una larga calada dibujando círculos con el humo, así estaba cuando me secuestraron a las doce del mediodía en plena calle. Mis trenzas sirvieron de bridas  a los  torturadores; de bozal para montarme. Ya ves, un rodeo coronada de flores. Estoy viva porque me creyeron muerta. Tenía  quince años. 

Sin parar narró impasible su testimonio durante toda la noche.  Horas de horas. 

 

Casi las mismas horas que hemos pasado juntas Matilda y yo esta noche, como en nuestros mejores tiempos. Amanece. 

La hojarasca forma remolinos en el bosque. Me hundo en la butaca. Estoy terriblemente cansada. La casa duerme.Matilda se ha dormido también en el sillón. George aparece y me besa en los labios. Ha sido un beso fugaz, una caricia.   



Inagotables, dice, qué manera de celebrar, menuda resaca tendréis hoy. 

Sonríe y sale silencioso rumbo al garage.

Hay olor a musgo. 

 

Acto Primero y Único

 
Marie Agnes Gilliot






Esta mañana igual que todos los días me he levantado a las seis y he bajado a la terraza con la intención de pasar un momento en el jardín entre árboles y flores y luego escribir. Después leer. Hoy nada de eso he hecho. Hoy, aquí comienzan las intimidades, he sacado un frasquito de cera y lo he puesto a calentar. 
Mientras leía absorta el capítulo tercero de El espía perfecto de John Le Carré  a dos pasos de la cocina, todas las alarmas de casa han empezado a silbar sin parar igual que en la guerra supongo, más raro aún en esta calle corta y silenciosa que va a la Rivière des Outaouais.
Una nube de humo espeso salía de la cocina. La cera esparcida por la chapa había formado  una masa viscosa parecida a caramelo derretido. 
Frenética he tratado de apagar la fogata primero y la alarma después sin éxito. 
Acto seguido he recibido una llamada roja de la central ADT advirtiendo que los bomberos venían en camino y la policía por si acaso. 
Nelson dormía a puerta cerrada ausente  total de lo que estaba pasando. 
Suele decir que tiene sueño ligero. He preferido no atragantarle  a hechos consumados.
He cubierto cuatro frentes, cuatro, que tiene esta santa casa. 
he subido y bajando mil veces, abriendo, puertas, ventanas para dejar salir el humo tratando a la vez de desconectar tres alarmas en diferentes puntos estratégicos que sonaban a intervalos de diez segundos.

Han aparecido catorce  bomberos elegantísimos con hachas y mangueras de agua  dispuestos a derrumbar muros y murallas. De manera que he salido a recibirles en plan Scarlette O´Hara en las escaleras de la entrada con la mejor de mis sonrisas diciendo que no pasaba nada  en realidad, que lo único que deseaba era silenciar las alarmas, que sentía mucho haberles hecho venir por una bobada. 
Madame, je  vous en prie ! ha dicho sonriente uno de ellos, estilo Cyrano. 
Han pedido permiso para verificar toda la casa. Decían  que muchas veces  son incendios provocados para cobrar suculentos seguros, por eso verifican hasta el último rincón descartando posibilidades. Total que hemos pasado hora y media juntos. Ellos vestidos de pasarela Dior.  Yo, mejor ni decir. Nelson seguía feliz en brazos de Morfeo. 

Monsieur votre mari est ici, Madame, à la maison ? han preguntado los bomberos antes de irse. Oui bien sûre ! ... Mais non ! ... C´est ca ! Non ! ... Comprenez-vous ? Il dort. 

Los bomberos perplejos se han ido en su camión rojo, reluciente, limpio como el coral, igual que de juguete pero en grande.  Chistoso percance sin drama, por suerte.
Al final de la aventura Nelson ha bajado a desayunar y yo he corrido al espejo a mirarme, mejor dicho para verificar con qué ojos me habrían visto los demás. 
Bien, todo bien, dadas las circunstancias no espléndida, pasable. 
Melena al viento, bata de seda color natural, a medio vestir conservaba de todos modos todavía los ojos pintados desde anoche. Eso y un cierto estilo Blanche Dubois de sensual descuido, ha dicho Nelson. Pintarme es la penúltima ceremonia del día, por si acaso. Nunca se sabe cuándo concluye  el Acto Primero y Único.

lunes, 20 de febrero de 2017

Dedicatoria

Paul Delaroche




Entre el montón de fotografiáis que estoy ordenando y borrando o rompiendo y quemando aparece una con dedicatoria y letra de Miren Aguirre, como si fuera yo: ... a mi buena "tia"  Teresa, queriéndola mucho.
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La buena tía Teresa, fue el enemigo acérrimo, la persona más mala y terrible que tuve en mi infancia .
Está muerta y hasta hoy no he querido recordarla.
No soy proclive a ensalzar a los muertos que por morir haya que glorificarles; eso es una virtud propia de almas insignes que buscan la perfección.
Yo no. 
A veces me conforms La ley de Talión.
Puedo ser pendenciera. Tengo la memoria larga.
Hay bofetadas metafóricas y de las otras que ni perdono ni olvido.
Se me atragantan las injusticias.
Quisiera sentarme para ver pasar el cadaver de mi enemigo por delante.

Si Dios existe, Él sabrá qué hacer conmigo cuando nos veamos las caras. De momento no hay prisa por mi parte para saldar deudas ; antes tengo que escribir y contar, vaciar el tintero. Limpiar la memoria con garlopa.
Contar. Responder a la nausea .
Vomitar.
Como esta mañana de nieve fastuosa cuando las ardillas, una especialmente maciza, se pasean saltando por las ramas desnudas de las lilas que adornan la ventana de mi escritorio. 
Así ha rebotado mi sentimiento a un pasado lejano al ver la dedicatoria en la fotografía.

Se llamaba Teresa E. 
Salmantina. 
Decían que era summa cum laude en Derecho Canónico además de monja secular. Vivía con su hermana Magdalena que estaba tullida
y postrada. Se movía en las altas esferas de la ciudad. 

A través de amigos comunes, si mal no recuerdo del P. Álvaro Garralda, jesuita, se encontró con mis padres y empezó a frecuentarlos hasta terminar siendo invitada asidua de mi madre; a propósito de todo y de nada. Se ponía en trance cuando estaba con ella. Era como la araña de los rincones.

A Ignacio Zabala, como le llamaban a mi padre en Castilla, le daba igual con tal de tener contenta  a su santa esposa. Era trabajador infatigable y jugador de ajedrez empedernido fuera y dentro de su despacho. 
Sus amigos y contrincantes favoritos eran Alberto Íñiguez de Onzoño , Juan María Gandarias, Miguel de Unamuno ( hijo) , Patxi Altuna, y Rurik de Kotzebue, un conde ruso que escapando de la U.R.S.S. apareció por la Universidad y en la vida de mi familia.

La casa nuestra en Pozo Hilera 1, estaba hecha de piedra de Salamanca y era preciosa. Una pasarela constante de personajes poco comunes de diferentes colores de toda índole y turbulencias.

Aquí paro porque noto que me estoy pasando de historia.

Bien.  Decía que “la buena tía Teresa” se había convertido en la sombra de mi madre.

T, la llamaré T, cuando me resista nombrar a un personaje tan melifluo con un nombre tan hermoso. 
Era una mujer corpulenta que tendría unos cuarenta y cinco años cuando tomé conciencia de que existía. Padecía de obesidad glotona y las carnes se le desplazaban al andar como si tuvieran vida propia. 

Tenía el pelo canoso cortado sin miramientos a la altura de la oreja. 
Los ojos saltones y acuosos de color indefinido entre turbio y azul, sobre todo uno que le lloriqueaba constantemente. Entonces ella metía la mano en la faldriquera de su medio-vestido, medio hábito con un rosario enorme colgando a guisa de cinturón, y se limpiaba.

Pero lo que más me llamaba la atención era su boca siempre llena de saliva y la voz gangosa. 
Era muy fea. Una fealdad crónica.

El caso es que ella empezó a mangonear a mi madre, que es mucho decir, y por lo tanto a todos. 
Menos a mí que seguía interna en Zalla.

Hete aquí de repente que deciden llevarme mediopensionista al Colegio de Las Esclavas del Sagrado Corazón en Salamanca; y yo feliz.
Al fin iba a gozar del mismo privilegio de  mi hermano José Ignacio.
Así fue hasta que un día de Viernes Santo, preparándome para ir a los Oficios a La Clerecía se me ocurre quitarme los calcetines, igual que el resto de las amigas, haciéndonos las mayores, y mi madre lo había prohibido;
pero me vieron en la fila del Comulgatorio y ella. 
No pudiendo hacer nada ya en la iglesia me esperaron en casa.

Y pasó así.

MadreVen aquí.
Yo: Para qué.
Teresa: Haz lo que tu madre te ordena niña desobediente.
Yo: Tú no te metas , no eres mi madre.
Madre: Como si lo fuera. Ven aquí he dicho.

Fui y me dio un sopapo.

Madre: A ver si aprendes a no contestar. Eres una rebelde. Fuera de mi vista.
Yo: ( sorbiendo lágrimas, con el papo rojo), voy a mi cuarto…
Teresa: ¡ Sacrílega ! ¡Indecente!
Yo: ¡Por qué sacrílega, a ver, por qué sacrílega!
Madre: ¡Begoña que te calles…!
Yo: No me da la gana ¡Me está insultando y tú no me defiendes! 
¡Que venga mi padre! ¡ Se lo voy a decir a mi padre!

Mi padre no vino.

Teresa: "Miren querida, está niña merece un castigo ejemplar para que se acuerde. 
No puede estar en casa. Es una mala influencia.
Es una sacrílega. 
Ir a comulgar sin calcetines… a la casa del Señor… el día de Viernes Santo…sin confesarse primero… un escándalo Miren, un escándalo … no lo puedes dejar pasar por alto. 
Es un sacrilegio. 
Si quieres llamo yo misma a La Madre María Arrupe. Superiora de Las Esclavas, gran amiga mía para que vaya interna inmediatamente..

Dicho y hecho.

Ese día iba vestida con una falda escocesa muy bonita, azul marino, verde oscuro, rojo granate y un cuadro apenas visible de tenue amarillo viejo. Llevaba una blusa color hueso camisera, chaquetón azul marino y mocasines azul marino también. Coleta baja con un lazo, pendientes de perlas . 
A imagen y semejanza de una chica bien.

Como si fuera hoy, me estoy viendo.

Así fue cómo volví al internado al día siguiente estando a menos de 2 Km de casa. 
Pasé tres meses castigada sin visitas. 
Un día mi padre hizo caso omiso a todas las recomendaciones y apareció con un paquete grande de castañas asadas..
La Madre María Arrupe  dijo : Váyase tranquilo yo la cuidaré, nos entendemos muy bien Begoña y yo.

Fui feliz en el colegio de Salamanca, Paseo del Rollo, 19.

Pedro Arrupe, ( su hermano), era entonces el General de la Compañía de Jesús, sus detractores le llamaban el Papa Negro. 
Juan Pablo II le destituyó de su cargo. 
Puñetera envidia, digo yo. 

Así que al final de esta fotografía y de esta página sin filtro, dedicada a mi buena “tía “ Teresa “ solo queda la letra de Miren Aguirre. Su dedicatoria , que no la mía.

T era así de perversa, celosa e implacable.  Estaba enamorada de un amor imposible que era mi madre. 
Conmigo  fue  una perfecta anormal toda la vida.
Le gustaba levantarme las faldas cuando pasaba delante de ella. 
Y babeaba.

 No puedo decir que en paz descanse.





Sotto voce para Gandhi

Nicolás de Leyde







El cielo sigue de azul letárgico. 
Cuando no hay nubes cargadas de agua ni escucho el bramido del viento cierro las cortinas. 
No me gusta el sol. 


Leo incansablemente

Comentan  en la radio que la vida de los gobernantes es muy sacrificada  que la crisis mundial está en el menú del día,  que la guerra es un mal necesario,  que la hambruna es un invento,   que el tercer mundo está en otro planeta, que, que que .

Llueven interrogantes sin respuesta. 
Reaparecen los zafios de mil caras, patéticos, ridículos. Impresentables.  Como siempre.
Semi-sentada semi-tumbada en el diván contemplo las cortinas desgastadas de lino grueso natural. 
El tiempo ha ido guardando entre pliegues rostros, momentos, confesiones a media voz a prueba de lavado. Conmigo han ido y conmigo han vuelto de  viaje en viaje  y otros destierros. 
Se han acomodado a techos altos, techos bajos, paredes anchas, salones con recovecos, tantas cosas. Guardan entre sus hilos horas contadas segundo a segundo, vigilias, música, zozobra.


Y las múltiples caras del silencio.

En la penumbra aparece  una sombra alargada enredada en el lino.  La silueta de alguien que conocí de pequeña en Mundaka. Un vagabundo a quien todos llamábamos "Gandhi."  

"Gandhi" era alto, torcido, muy flaco con facha de Quijote sin Sancho, cabalgando solo y sin rumbo sin lanza ni Rocinante. Aparecía y desaparecía entre calles invisible como  un suspiro.  En invierno y en verano llevaba el mismo traje gris sin corbata colgándole del esqueleto.  Usaba una camisa blanca atada hasta arriba recosida a la solapa con enormes puntadas y zapatos sin calcetines sin cordones con la suela transparente de tanto caminar. Iba siempre con un saco grande al hombro. Dormía a la intemperie en los bancos de La Atalaia en Mundaka  o donde podía. Donde le dejaban. 

Los tres dientes que le quedaban en la boca le servían para sujetar una sempiterna colilla verdosa que recogía del suelo en las tabernas y por la calle.
  
"Gandhi" nunca fue joven ni viejo.  El tiempo le había regalado una edad indefinida. Podría haber sido El Flautista de Hamelin. Las ratas eran amigas suyas y los niños también, solamente le faltaba la dulzaina.
 
Cuando llovía abría un colador que alguna vez fue paraguas y esbozaba una mueca llena de pena que deseaba ser sonrisa . 
Recuerdo sus ojos  de color perpetuo hundidos en profundas cuencas sombrías.

Pensando en él ahora me alegro de que haya muerto antes de que se pusiera de moda matar a palos a los mendigos, antes de que el típico chico-majo  sin nada más que hacer que hacer mal, se hubiera ensañado con quién se llamaba pomposamente Eugenio. 

Eugenio-Gandhi.

Eugenio como O´Neill.
Eugenio igual que Delacroix 
"Gandhi" por mérito propio.


Todavía  echo de menos su risa desdentada.
Su bondad. 
Su mirada de tristeza milenaria.

Aquella soledad, aquella soledad .






“ tête à tête “ con Nelson Villagra Garrido para La Revista CineCubano

Nelson Villagra Garrido  ( El Conde ) en  La Última Cena,  de Tomás Gutiérrez-Alea Tomás Gutiérrez-Alea  Nelson Villagra Garrido es chillane...